SE TRATA DE LA VIDA

—¡Profe, escuche! —Tomás se quitó los auriculares, que llevaba conectados a un celular, y los acercó a la profesora. Ella acababa de entrar al aula después del recreo y los treinta adolescentes se enredaban, eufóricos, con gestos, discusiones, carcajadas, algún que otro «suave» empujón y un «leve manotazo»; «nada de qué preocuparse». Estaba pensando en contestarle a Tomás: «Esperá que los ordene y salude», cuando él le dijo:

—Se trata de la vida. —La profesora se colocó los auriculares sin pronunciar una palabra y pensó: «Acá, parada y con cara de enojada, sangre no va a correr», y separó sus sentidos. Por un lado, observaba seria al grupo —Tomás estaba a su lado—; por otro, sus oídos buscaron conectarse con la letra del rap:

 

«Es una historia donde no existe consuelo,

donde la vida nos noqueó y besamo’ el suelo.

Mi corazón nunca se pareció a un hielo,

no fumo faso, pero, aun así, vuelo.

Bajar los brazos esa no es alternativa,

y me disparan y mi corazón no esquiva,

mi cuerpo cae y la mente sigue viva,

busco la calma y en el rap una salida».

 

En ese momento, la agitación de la sala se había convertido en miradas silenciosas y expectantes. Eso le permitió desviar su vista hacia el costado y encontrarse con los ojos grandes de Tomás Centeno, en realidad uno de sus ojos, porque el otro, el de la cicatriz, estaba cubierto por un mechón enmarañado color chocolate:

—Ah, ¿no le gustó? —le preguntó él.

—¡Muy bueno, claro que me gustó! —le contestó la profe de Lengua.

—¡Es un groso! —Recibió los auriculares y, estrenando una sonrisa, se fue a su lugar.

—Buenos días a todos.

—Buenos días —contestaron algunos.

 Tomás Centeno era un niño de trece años. Su madre había muerto en febrero de ese año y su padre estaba preso por secuestro y robo. En los tres meses que llevaba de clases, hizo todo lo que pudo para llamar la atención: golpeó a una compañera al empujarla y a otro por alzarlo en sus brazos; rompió el vidrio de la puerta de entrada; en repetidas oportunidades, se escondió en el baño para no entrar a clases; se fugó dos veces de la escuela; casi siempre se quedaba dormido en el banco y, cuando no, era un trompo en el aula.

Muchas veces desde la escuela trataron de comunicarse con su familia, pero fue imposible: nadie acudía por él. Ese día –el del rap, el del groso– la directora informó a todos los docentes que la asistente social se había comunicado con ella para avisarle que, al finalizar la jornada escolar, Tomás sería retirado por el móvil del centro comunitario para ser trasladado, junto a su hermana de cuatro años, al instituto de menores; la abuela, que legalmente había quedado a cargo de ellos, denunció a la Agencia de Minoridad y Familia que no los quería más.

Daniela debía iniciar la clase y lo hizo rápidamente; después de dar las consignas de trabajo a sus alumnos, se acercó a él.

—Me gustó mucho el rapero. A vos, ¿por qué te gusta? —le dijo parada frente a él, que estaba, de milagro, sentado en su silla.

—¡Ah, no sé! —contestó, tímido—, y a usted, ¿por qué le gustó?

—Porque siento que dice las cosas desde el corazón, tiene poesía y es muy creativo. —Él miraba a la profesora con la cabeza inclinada hacia arriba, asentía y absorbía todo lo que escuchaba, gozaba de ese momento de complicidad. El mechón de pelo se le había corrido y, con ello, había despejado sus ojos y descubierto el corte, que iba desde un párpado, dividía la ceja y llegaba hasta la mitad de la frente; vivía pendiente de cubrirlo, pero algo pasó en ese instante que se olvidó de las heridas y, como si fuera un hombre, agregó:

—Saca lo que tiene adentro, lo que le duele, y no aguanta más. —Y el cristal de su mirada se nubló.

—¡Claro! —Parecían dos músicos locos que habían encontrado el acorde—. Y a vos, ¿te gustaría cantar rap?

—Sí, pero ¿yo?, no sé hacer nada.

—Sí sabés. Escribí lo primero que te venga a la cabeza, lo que sentís, como te salga, después le vas dando la rima del rap. ¡Vamos, Tomás, que vos podés!

—No sé —lo dijo riendo. Y así se quedó por un rato; hasta que llegó la preceptora.

Fue antes de que sonara el timbre de salida. Tomás Centeno debía retirarse; él no sabía por qué. Pasó por delante de la clase rumbo a la puerta y su cuerpo delgado e indefenso parecía haber intuido la inminencia de una nueva desgracia. La sonrisa de momentos atrás se la había devuelto vaya saber a quién, estaba apagado y contraído. La profesora lo acompañó:

—Tomás, acordate lo que te pedí: escribí todo lo que tenés adentro —le dijo en la puerta de la sala. Él solo alzó los hombros. Hizo unos pasos hacia la salida de la escuela y se volvió:

—Profe, ¿qué es ser creativo?

—Es soñar despierto, volar con la imaginación, como dice el rap.

Por la ventana del aula que daba a la calle, ella pudo ver la combi; adentro, una niña pequeña lloraba, mientras él subía escoltado por la psicóloga y la asistente social.

—¡Profe! ¡Profe! —la llamaron desde la clase.

Ella los miró; «¿Cómo continuar?».

—¿A dónde se fue el Tomás?

—No sé, chicos, no sé a dónde se fue Tomás.

2 Respuestas

  1. Amadeo Belaus dice:

    Muy buen texto. Me gustó como fue increcendo y los cambios y sus razones. Bien presentado el personaje. Buenos los diálogos: concisos y realistas.
    Se siente el sufrimiento del Tomás.
    Amadeo

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