Reencuentro

Nos sentamos afuera porque la noche está encantadora y desde la mesa que elegimos podemos ver cómo se refleja la luna en el mar. Me viene el recuerdo de la noche en la que caminamos con Ramiro hasta el acantilado. Fue hace mucho tiempo, teníamos veintitantos. Nos sentamos a conversar en un tronco sobre la playa, mirando al mar. No hacía frío, pero le pedí la campera para poder sentir su perfume, que me fascinaba. Habíamos llevado latas de cerveza y tomábamos una tras otra. Nos reíamos de todo y de nada, mientras me miraba con esos ojos negros; los rostros cada vez más cerca, hasta rozar nariz con nariz. Pero él nunca me besó. Solo se alejó, rompiendo la magia, y me dijo: «Che, Angie, ¿vamos? Está haciendo frío». «Dale, vamos», le dije tragándome la decepción. No hacía frío, pero no podía decirlo mientras llevaba puesta su campera.    

Hace muchos años que no lo veo: la última vez fue el día en que se iba para el aeropuerto. Por fin se había separado de su novia y yo creía que iba a ser nuestra oportunidad; pero él tenía otros planes, quería irse a probar suerte a España. Ese día nos despedimos entre bromas e incomodidad: no me animé a decirle nada en serio y, sin más, se fue de mi vida.

Me obligo a volver a la realidad: estoy de viaje con mi esposo, Mario. Dejamos a los mellizos con mi hermana para ir a festejar nuestro aniversario a un coqueto all inclusive en el Caribe. Reconozco que tenemos un buen matrimonio: somos compañeros, nos respetamos, conversamos mucho, más que nada sobre los chicos. Nos miramos con una sonrisa de padres orgullosos ante cada nuevo logro: Sofía dijo “papá”, a Tomás se le cayó el primer diente…

Mario es una buena persona. Mi hermana me dice que es un padrazo, que tengo que agradecer cuánto me ama. Y yo lo quiero mucho, de verdad. A veces no lo aguanto, también es verdad. Por ejemplo, cuando me habla en inglés como si fuera el rey de Inglaterra: biuchiful daerrling! También detesto que se le junte saliva en las comisuras de los labios y se la limpie con la punta de la servilleta: desagradable. Ni que hablar cuando intenta hacerse el gracioso con mis amigas y me doy cuenta de que se ríen de compromiso… Muchas veces no lo aguanto, es verdad.

Estamos terminando de cenar y Mario me dice: «A dime for your thoughts, milady», exagerando su acento de instituto británico. Le entiendo, pero elijo hacerme la tonta y junto los dedos de la mano en un gesto que indica «¿qué decís?».

—Te pregunto en qué estás pensando, mi amor —me aclara amablemente.

«En Ramiro y su perfume Calvin Klein», pienso; pero le contesto:

—En nada.

Él revolea los ojos.

—¿Vas a querer algo más, mi vida? —dice mientras se limpia las comisuras con la punta de la servilleta. 

—No, estoy bien. ¿Vamos yendo a ver el show? Creo que hoy van a hacer El rey león.

—¿Y si esta noche nos salteamos el show y vamos a caminar por la playa? Mirá qué linda está la luna.

Me sorprende un poco la propuesta romántica, pero es verdad que la luna está linda, y después de todo es nuestro aniversario. Asiento con una sonrisa y nos levantamos para ir hasta la playa.

—¿En qué pensás? —me vuelve a preguntar Mario mientras caminamos por la orilla del mar.

—¿Te digo una cosa? Odio que me hagas esa pregunta —le respondo algo irritada.

Resignado, me dice:

—Bueno, te cuento yo: pensaba en que tenemos una vida maravillosa, dos hijos adorables, amigos, todas las comodidades… no nos falta nada, ¿no es cierto?

Seguimos caminando, mi mente divaga entre los ojos negros de Ramiro, sus manos de dedos largos, su voz sensual…

—¿No es cierto? —me vuelve a preguntar, esta vez detiene la marcha y me observa. 

—Ah, ¡perdón! No me di cuenta de que esperabas respuesta. —Vuelvo a la realidad y lo incito a seguir caminando, no soporto su mirada inquisidora.

—¿Entonces? —insiste.

—Eh… sí, sí, es cierto, no nos falta nada —le respondo finalmente.

—Y si no nos falta nada… ¿por qué siento que vos… no sos muy feliz?

Dudo un momento.

—¿Por qué me decís eso? —pregunto, preocupada por el rumbo que está tomando esta conversación.

—Porque es lo que siento; pero quiero escucharte decir que estoy equivocado y que soy capaz de hacerte la mujer más feliz del mundo.

Me quedo callada.

—O sea que no soy capaz —me dice él.

—¡Ay! Mario, no exageres, ¿querés? Mirá en qué paraíso estamos, lo estamos pasando tan bien… y, además, ¿por qué tengo que ser la mujer más feliz del mundo? ¿No te parece un poco pesada esa etiqueta? —Subo el tono de voz, ya exasperada.

—Sí, Ángela, tenés razón, perdoname. No sé qué me pasa. 

Seguimos caminando, estamos unos minutos en silencio hasta que Mario lo rompe tirando una frase, como quien no quiere la cosa:

—El otro día te mandó un mail Ramiro.

Me quedo muda y helada. ¿Qué sabe Mario de Ramiro, si nunca le conté de él? ¿Un mail? Yo no recuerdo haber recibido nada.

—¿No querés que te cuente lo que decía? Mirá que lo borré —me advierte Mario. 

Ahí está, por eso no lo recibí. Me pregunto si seguirá en la papelera de reciclaje y si lo podré encontrar allí.

—Lo borré de la papelera también —me dice, como si me estuviera leyendo la mente.

 Pienso: «Me conoce bien».  

—Bueno, dale, contame. Si es el Ramiro que creo, hace mil años que no lo veo. Un viejo amigo —le digo haciéndome la despreocupada.

—El asunto del mail fue lo que me llamó la atención: «Nariz con nariz». Nunca te espío, Ángela, lo sabés, pero ese título me resultó muy sospechoso… y ¡dicho y hecho! En el mail te ponía algo así como que se había arrepentido toda la vida de no besarte aquella noche en la playa, que nunca había dejado de pensar en vos, que había vuelto de España y quería verte para ver si podían reencontrarse y retomar en donde lo dejaron —me cuenta Mario, que hasta parecía un poco entusiasmado con el relato.

—¿Le respondiste? —le pregunto.

Mira para otro lado.

—Le respondiste —afirmo perpleja—. ¿Te hiciste pasar por mí? —le pregunto amenazante.

Sigue sin responder.

—Te hiciste pasar mí —afirmo indignada.

Decide defenderse:

—Ángela, yo no sé quién es ese tipo, qué significó en tu vida, no sé nada porque nunca me hablaste de él. Justamente eso me hace pensar que puede ser alguien importante para vos. Perdoname, pero tenía que responderle. No quiero perderte.

 Estoy furiosa, cruzo los brazos y lo miro fijo sin decirle nada.

 —Le dije que el mail llegaba muy tarde. Que tenías una familia y ya no pensabas nunca en él. Que si no te besó aquella vez, él se lo había perdido. Ah, y que no te escriba más porque tenés un esposo que te hace la mujer más feliz del mundo. O sea, le mentí —me dice muy serio.

Una ola de risa y ternura me invade por completo. Me acerco, le tomo la cara entre mis manos y veo sus ojos azules. Vuelvo a reconocer a ese hombre, enamorado y verdadero, que eclipsa con su candidez y valentía todas las fantasías que Ramiro me había generado en su ausencia. Le rozo la nariz con mi nariz y le digo: «No me quedo más sin beso». Nos besamos unos minutos bajo la luz de la luna y llegamos a tiempo para ver el final de El rey león.

Sol Gatti

Vivo en Buenos Aires, soy mamá de un pre-adolescente y trabajo desde casa en la industria de ciberseguridad. Escribir es un viejo amor que estoy retomando.

2 Respuestas

  1. Ariel Graziani dice:

    Sol, excelente cuento. Por un momento pensé que iba a salir corriendo de la playa en busca de su viejo amor, jaja , muy lindo el final.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.