QUERIDA ABUELA

            Me gustaba ir de vacaciones a casa de mis abuelos.

            Recuerdo, que en el comedor se sentaban: mi abuelo Mateo, en una punta y el tío Orlando, el gerente de banco, en el extremo opuesto. En los laterales de la gran mesa oval, se ubicaban mis otros tíos y tías. Todos tenían sus lugares fijos, la mayor a la derecha del abuelo, y entre algunos de ellos, hacían lugar para mis padres, que en esas ocasiones, eran visita. Los chicos, comíamos antes y nos mandaban a jugar para que no molestáramos. Aún me parece ver a mi abuela, pequeña y alegre, venir por el pasillo, desde la cocina, con una enorme fuente de comida y cantando viejas coplas españolas, que interrumpía en el momento de entrar al comedor. Servía en riguroso orden: primero a su marido, luego iba a la otra cabecera de la mesa,  seguían los otros hombres presentes y por último, las mujeres. Al finalizar, dejaba la fuente en el centro y salía, cerrando la puerta. Entonces, con mis primos, la rodeábamos gritando —No nos corre… no nos corre… —Hasta que daba dos palmadas y salía detrás nuestro como queriendo alcanzarnos, mientras escapábamos, dando alaridos, por los pasillos de aquella enorme casa de altos. Después nos llevaba a la cocina, su reino, y nos daba algo rico y dulce, de su factura, antes de volver al comedor a servir el segundo plato o el postre.

             Algunas veces la acompañábamos a la terraza por una empinada escalera de caracol.  Allí le dábamos de comer a las palomas, mientras ella llenaba los cordeles de ropa recién lavada. En la mitad de la escalera, en una especie de entrepiso, estaba su habitación, donde nos contaba historias de su niñez, o nos enseñaba viejas canciones asturianas, que había aprendido de sus mayores. De este modo, el resto de la familia podía descansar, sin que nuestra algarabía interrumpiera la sagrada hora de la siesta.

            Después de la muerte de mi abuelo estuve algunos años sin volver a esa casa. Cuando lo hice, me pareció más silenciosa, más vacía, y no porque se percibiera su ausencia, sino porque nosotros, habíamos dejado de ser aquellos niños ruidosos, que la llenábamos de risas y movimiento. Nadie ocupaba su lugar en la mesa, de modo que quien presidía la comida, desde la otra punta, era mi tío Orlando, el del banco. Mi abuela servía como lo había hecho siempre, pero al finalizar, se sentaba en el lugar que dejara su marido, a charlar con el resto de la familia. —Cállese mamá, que estamos hablando cosas serias y usted no entiende nada de esto —decía mi tía Hilda, la mayor. La abuela me echaba una mirada cómplice y me decía en vos baja —Se creen muy importantes. —Luego la acompañaba a la cocina y le secaba los platos. Era una excusa para quedarme charlando y disfrutar de su ingenua ternura.

            —Abuela, ¿siempre trabajando vos? ¿Cuándo descansás?

            —¿Y qué voy a hacer si no? ¿Ponerme vieja nomás?

            —¿No te gusta salir? ¿Dónde te gustaría ir? Yo te acompaño.

            —No querido, nunca salgo. ¿Adónde iría yo? Solo voy a misa los domingos. Mi lugar fue siempre la cocina y las tareas de la casa. Conozco lo que pasa afuera a través de lo que me cuentan las chicas y lo que veo en televisión.

            —Pero antes, abue, cuando eras joven, ¿Dónde te gustaba ir?

            —Yo nunca fui de salir. Cuando vivíamos en el campo, Mateo iba al pueblo, a la cooperativa agrícola, o al banco. A veces iba a las fiestas de la colonia francesa, pero yo prefería quedarme cuidando la casa. ¿Te imaginas a tu abuela así, gordita y chueca, como fui siempre, al lado de esas mujeres largas como postes? No, no, no, solo le haría pasar vergüenza a tu abuelo. Él sí salía. Se ponía el traje oscuro y ese sombrero gris clarito de ala ancha… parecía salido de una película americana, y se iba a hacer sus negocios, o a sus reuniones, porque también le gustaba la política…

            —¿Y por qué se vinieron para acá y no se quedaron en el pueblo?

            —¡Ah! Eso fue cuando él perdió todo. No quería que lo vieran pobre y endeudado. Sobre todo esos sinvergüenzas que se quedaron con sus propiedades. Tu abuelo era muy orgulloso. Por suerte, tu tío Orlando nos tendió una mano para que viniéramos acá. Pero no me gusta  acordarme de los momentos malos, para eso Dios me mandó los nietos que me alegran los días y lo otro… ya pasó.

             El fallecimiento de mi padre, renovó ese sentimiento nostálgico sobre el pasado. Volví al lugar de mis vacaciones en familia. Aquella casa grande estaba cerrada, ya nadie vivía en ella. Solo quedaban los recuerdos de su interior, entre los que veía, muy claramente, a mi abuela cantando alegre por el pasillo, mientras llevaba una enorme fuente de comida.

             En búsqueda de mi historia, seguí viaje hasta el pueblo de donde, un día, había partido mi familia paterna. Me alojé en casa de mi tía Nora, una hermana de mi madre, viuda de un conocido médico, que había atendido a dos generaciones de campesinos inmigrantes, entre los que se contaba mi abuelo. Hablaba con la misma animosidad que tuvo siempre, para con la gente que había abandonado el lugar, como si ella también hubiera querido irse alguna vez, sin haber podido. Nunca supe si sus palabras reflejaban la verdad o eran producto del despecho.

            —Esa de la esquina, era una de las casas de tu abuelo Mateo —me dijo cuando salimos a dar una vuelta.

            —¿Una de las…? ¿Tenía otras?

             —Tenía varias.

            —¿Vos sabés por qué perdió todo?

            —Lo fundieron el juego y las mujeres.

            —¡Ah! Tenía otra mujer.

            —Mas de una. Y a todas les compró una casa y las mantenía. Por suerte para ellas, les entregó las escrituras antes de que se derrumbara todo. Por lo menos les quedó algo. En cambio a su verdadera familia, solo le dejó las deudas.

            —¿Mi padre y mis tíos estarían enterados de eso?

            —Las chicas estaban pupilas en el colegio de monjas y los varones trabajando en el campo. Él supondría que nadie se enteraba. Pero los chismes trasponen las paredes y las distancias. Yo creo que debían saberlo. ¿Pero quién iba a hacerle frente? En vez de eso, a medida que se casaban se iban lejos del pueblo.

            —Y a mi abuela la trataba como a una sirvienta.

            —Es lo que era. Ella entró a trabajar como doméstica siendo muy jovencita. Todos sabían que él, que no tenía más de veinte años, la acosaba; así que cuando quedó embarazada, lo obligaron a casarse. Pero nunca la consideró como a una esposa. Solo la tenía para atenderlo y criar los hijos.

            —¡Pobre abuela! Y si tenía otras mujeres, es probable que haya tenido otros hijos por ahí.

            —No, esa posibilidad descartala.

            —¿Cómo podés decirlo con tanta seguridad?

            —Porque me lo contó mi marido, que era su médico. Aunque él nunca llegó a saberlo, tu abuelo era estéril.

9 Respuestas

  1. Damian dice:

    Esta muy bueno! historia que se repite en muchas familias

  2. Vicente Padilla dice:

    Lindísimo. Por la semblanza de una familia tipo de inmigrantes y por un final realmente sorpresivo. Grande la abuela!

  3. Ernesto Aloy dice:

    Esto es hermosa historia mucha felicitaciones

  4. Me gustó. Un cuento muy nostalgioso, por lo menos para mí, porque aunque mi familia es de descendencia italiana, la reuniones familiares de los domingos, la mesa larga, los niños corriendo por todos lados, igual a lo narrado. Muy bueno el final, totalmente inesperado. No se necesita salir para ser infiel. Una buena lección, lástima que el abuelo nunca se enteró.

  5. Sara dice:

    Yo me la imagine enseguida a la abuela, gorda, chueca, tierna y buena cocinera y eso hizo que el final me sorprendiera tanto, muy bueno!

  6. intihuasi dice:

    ME GUSTO. AL SER LA ABUELA EL PERSONAJE PRINCIPAL, FALTA UNA DESCRIPCIÓN MAS EXTENSA DE ESTA, PODRÍA HABER INCLUIDO MAS ADJETIVOS QUE HAGAN REFERENCIA A OLORES Y SABORES DE LA COMIDAS PREPARADAS POR LA ABUELA- EL FINAL SORPRESIVO PERO A LA VEZ MUY BUENO-

  7. Miguel dice:

    Gracias Liliana

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