Prohibido jugar con fuego

Ella era alta, increíblemente alta. Al menos así la veía o mejor dicho, la percibía él.
Era hermosa. De una hermosura enigmática, arrolladora, sofocante.
Y tenía unas curvas…” ¡Qué curvas!” pensaba él, cada vez que pasaba a su lado y fantaseaba con recorrerla para fijar en su memoria, ése, su cuerpo.
Unas curvas como para matar a cualquier hombre que se le aproximara.
¡Tan cercana y al mismo tiempo, tan inalcanzable!
Él, en cambio, impresionaba como desgarbado. Desgarbado casi hasta el asombro.
Podría decirse que su cuerpo no conocía el contorno. Y tímido. Tan tímido, tan increíblemente tímido que casi se desvanecía a su propio paso. Tan tímido que raramente dejaba huella allí, donde quiera que caminara.
Para tenerla cerca, él la había hecho parte de sus juegos. Porque huelga decir que no solamente era un fanático, casi un adicto a los video-juegos; sino que poseía la habilidad extrema y el conocimiento necesario para construirlos. No por casualidad uno de ellos, su favorito, la tenía a ella como protagonista.
Excelente dibujante, con una memoria visual envidiable, él había podido trasladar al plano de lo simbólico; el profundo sentimiento que ella detonaba, hacía estallar en su corazón.
Ya lo había comprobado. Muchas veces, cuando el sueño huía furtivamente y la vigilia venía entonces a su encuentro; la única manera con la que conseguía domesticarla era mediante el ritual del juego. Allí, en ese espacio, se sentía una especie de Pigmalión creando a su criatura, ajustándola a su medida, a su aliento, a su respiración; y con el vértigo que imprimían sus dedos se apropiaba de su voluptuosa geografía, controlaba sus curvas y sus intersticios tratando de ejercer una dirección sobre ellos; como hace un conductor cuando se desplaza sobre una ruta peligrosa. Pero allí no terminaba todo. También le gustaba hundirse en su perfil rotundo, contundente; lentificarlo hasta el delirio, distanciarlo, estudiar sus cambios, modificar su manera de estar en el mundo, deformarlo hasta correr el riesgo de desconocerlo; para luego volverlo a su origen y ya satisfecho, aproximarlo nuevamente a él.
Y jugaba, jugaba hasta caer exhausto de nuevo, para entregarse a la profundidad de esas fantasías que solamente lo onírico devela.
En tanto de día, y toda vez que la encontraba en algún rinconcito de la facultad y por supuesto siempre por azar; no dejaba de mirarla, de espiarla en cada uno de sus gestos, de escuchar el timbre de su voz si acaso iba acompañada por alguien, de…
Así llegado a este punto, ella se había transformado en una verdadera obsesión, en el objeto permanente de su deseo.
Para entonces, recién para entonces, comenzó a pensar seriamente la forma de abordarla.
¿Podría ser en un pasillo si acaso a ella se le cayera un apunte o algún libro? ¿En aquella aula donde coincidían como estudiantes si acaso se dignara a preguntarle la hora o a pedirle alguna información relativa a la materia que estaban cursando?…
¿Y si fuera en la cantina? Sí, porque quizás en la cantina, ella podría estar a punto de tropezar y él, de conseguir con suerte, barajar su vaso de café antes de que éste cayera al suelo y todo su contenido se derramara sin destino alguno.
Entonces, por fin, ella lo miraría, advertiría su presencia.
Por todo eso, acechaba y buscaba su momento con la seguridad de que llegaría. Y llegó. Ya se lo había anticipado aquella bruja a quien consultara al borde de la desesperación. Claro que también le había dicho que tuviera cuidado.
-Lo rojo te rodea- había afirmado negándose a predecirle algo más y cortando por lo sano con un “será lo que deba ser”.
Quien le dio una mano para que se produjera el encuentro fue su cigarrillo. O mejor dicho: su cigarrillo y el encendedor de ella.
Sí, porque allí estaba. Sentada en un banco insignificante. Sentada en un banco que destacaba aún más, ése, su perfil tan deseado. En un banco… ¡Tan cerca y tan a su alcance!
Él consiguió entreverla mientras ella buscaba distraidamente en su cartera el encendedor. Entonces tranquilizó su temblor interno, se juró no tartamudear y se le acercó con un fingido aire de decisión.
-¿Me das juego? – dijo mientras las palabras trataban de encontrar un camino de dudoso final.
-¿Juego?- repitió ella irónicamente dándole a entender que intuía, o mejor, captaba sin duda alguna su mensaje; y a renglón seguido asintió abriendo su boca, su boca de cueva, para dejar escapar por la curva de la misma, una llamarada de fuego tan intensa, tan arrasadora; que abrupta e instantáneamente lo arrastró, lo lamió, lo envolvió atrapándolo en el juego de ella y luego, luego amorosamente lo devoró sin dejar siquiera un mínimo rastro de él.

7 Respuestas

  1. Guillermo dice:

    Atrapante, hermoso final.

  2. Cecilia Mirolo dice:

    me encantó, te felicito!

  3. Cecilia Martinez dice:

    Guauuu… cómo estamos con el relato fantástico!. Me encantó.

  4. Viviana Danielis dice:

    Me encantó la primera y segunda vez que lo leí.

  5. ISABEL SALAS MEYER dice:

    Excelente cuento y un final que me gustó mucho

  6. muy muy original felicitaciones

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