Los gajos de rosas blancas

—¡Yo no lo maté! ¡Lo juro! ¡Yo no lo maté! —exclamó la viuda de monsieur Montand, tapándose el rostro con ambas manos y dejando caer medio cuerpo sobre el escritorio que la separaba de un estrado.

Su abogado, que caminaba detrás de ella, la tomó de los hombros intentando protegerla de las miradas. Los ojos de los nueve integrantes del jurado reposaron sobre la escena donde la mujer exhibía el dolor de la condena.

El magistrado del Tribunal Correccional de Burdeos acababa de leer la sentencia de Catherine Montand: veinticinco años de reclusión por homicidio agravado por el vínculo. Tras la lectura, el silencio se apoderó de la sala del tribunal de la rué Frères Bonie. La última condena por homicidio gravoso había sido dictada tres años atrás. Pero ese lapso no había sido suficiente para que la comunidad de Burdeos, acostumbrada a una vida aburrida, sin sobresaltos, se olvidara con facilidad de los crímenes de esa naturaleza.

Esa mañana solo una persona se alejó del lugar con sorna en los labios y la apacibilidad espiritual que surge de un objetivo terminado. Al pisar la calle, el profesor Hilaire se quitó la gorra con la que había ocultado su identidad. Sentía un leve cargo de conciencia, pero, sin lugar a dudas, también más alivio. Por fin dejaría de escuchar aquella voz que durante más de ocho años había repicado en su cabeza: «No puedo hacerlo, profesor. Tiene que disculparme. Fue usted quien hizo de mí una artista. ¡Pero tiene que comprender para mí siempre será solo mi maestro!».

A una huérfana abandonada a la suerte el profesor le había dedicado los años más frescos de su juventud. Con su tesón y seguimiento continuo, Catherine había llegado a ser la primera bailarina de la Escuela del Ballet de la Ópera de París. Ella era su obra y le pertenecía. Nunca imaginó que Catherine lo desairaría; y menos, que se marcharía sin dejar rastro ni un hipotético destino.

Ella había destrozado los planes que él había ideado para ambos por años (a pesar de que jamás la había consultado sobre estos planes, que consideraba que solo él debía controlar y dominar). Para él, ella siempre estaría en deuda: por lo enseñado, por el modo en que él había conducido su carrera como bailarina y hasta quizá por existir.

Catherine sabía que, tarde o temprano, la declaración de amor de su profesor llegaría. Él la había mirado con ojos de hombre desde la adolescencia. El agradecimiento por lo hecho por el profesor siempre anidaría en su corazón. Pero también sabía que el flechazo del amor no la había herido. Y, en cuanto conocía la personalidad obsesiva, pertinaz, competitiva y orgullosa del profesor, podía asumir que él jamás aceptaría una negativa y que su única salida sería una escapatoria.

Con los años, el rencor acumulado por el profesor Hilaire alcanzó la medida que toda persona necesita para ejecutar una venganza impiadosa. Habían pasado siete años sin saber nada de ella. Catherine había desaparecido. Hasta que las revistas sensacionalistas publicaron: «Un ermitaño rico de Burdeos contrajo matrimonio con una joven maestra de ballet». Al identificarla en la fotografía del fanzine, los celos se apoderaron del profesor.

Monsieur Montand era avaro, sucio, poco proclive a la acción y más bien melancólico. Ni la fortuna que había heredado de su padre podría haber suplido el cariño que jamás había recibido de él. Huérfano de nacimiento, tampoco había conocido la contención de una madre. Así que, habiendo crecido en un hogar desangelado, lo único que monsieur Montand pudo desarrollar fue la habilidad para la jardinería. En particular, de rosas blancas. En el pueblo lo conocían por ser un ermitaño que se jactaba de sus aptitudes de jardinero.

Desde la publicación del extravagante connubio entre monsieur Montand y la joven bailarina, la chusma del pueblo llenó las tardes descoloridas de Burdeos preguntándose cómo una mujer tanto más joven y tan bella habría elegido a ese hombre como marido. Él tenía una nariz abultada, uñas inmundas que delataban una escasa tendencia al aseo y vestía siempre el mismo traje. Y, así como se llenaban la boca de críticas, jamás comprenderían los sentires que unían a la extraña pareja. Ambos eran dueños de una misma congoja: la orfandad de amor paterno y materno. Ese silencioso y profundo dolor unía a Catherine a su esposo, como a nadie. A pesar de que él podía ser frío y distante.

***

Un mes después de haber sido víctimas de los paparazzi, Catherine Montand abría con desconfianza la ventana de la casa. Ambos vivían en una vieja casona ubicada en la colina más alta del viejo Burdeos. Habían intentado permanecer lejos del periodismo de chismes. Protegidos del mundo exterior. Pero, por más distancia que las personas intenten tomar respecto de su destino, la tarea será siempre infructuosa.

Una tarde alguien tocó a la puerta de la familia Montand.

—¿Quién llama? —preguntó Catherine.

—Debo entregar un presente para monsieur Montand —respondió el cartero.

Tras abrir la puerta, Catherine se encontró con una maceta envuelta en papel celofán. El empleado del correo le pidió una firma, le entregó el regalo y se marchó.

—¿Quién era? —preguntó monsieur Montand.

—El cartero. Trajo un regalo para ti. ¿Puedo abrirlo?

—Sí, y luego tráelo.

Ese día se inauguró un ritual que se repetiría una vez por mes durante doce meses. El cartero le entregaría a Catherine una maceta envuelta en celofán con un tallo de rosa blanca en el medio y una tarjeta con estas palabras: «Para tu jardín. Con amor, tía Jean». Monsieur Montand la recibiría de manos de su esposa y caminaría hasta el fondo de la casa, descolgaría una pala de jardinería de la puerta del pañol y sembraría el tallo en un rincón de la vistosa rosaleda.

—En mi juventud creí escuchar, en varias ocasiones, a mi padre decirle a sus amigos que su cuñada, Jane, me había inculpado de la muerte de mi madre. Tengo la impresión de que, con estos brotes de rosas que todos los meses me envía, la hermana de mi madre intenta pedir perdón por la responsabilidad injusta que echó sobre mis hombros. Si yo apenas era una criatura —compartió con ella monsieur Montand luego de plantar el primer esqueje.

Detrás de las rejas, esas palabras resonaron como recuerdos confusos y dolorosos para Catherine Montand, sentenciada al suplicio de la soledad y el encierro. Ahora tenía tiempo de repasar, una y otra vez, los errores involuntarios que le habrían costado su libertad. El primero, haberse dejado seducir por la herbolaria la tarde en que esta tocó a su puerta para ofrecerle las plantas medicinales «más puras de Aquitania». El segundo, reincidir con la herbolaria para consultarla sobre alguna solución natural que estimulara la pérdida de apetito sexual de su marido. Y el tercero, resultado de los repetidos fracasos con el té de ginseng, haber subido hasta su casa las raíces de mandrágora que la herbolaria le había vendido como afrodisíaco. El mismo día de octubre de 1980 en que monsieur Montand sembraría el último esqueje de rosas blancas.

En la cárcel, también revivió los consejos que le había dado la vendedora de hierbas e infusiones.

Pero la vida es así. Solo después de vivirla podemos echar un vistazo retrospectivo y llegar a conclusiones que jamás podríamos haber advertido antes.

Así fue como, aquella tarde en que su marido recibió la última maceta que ella le llevara hasta la sala de estar, él caminó hacia el fondo para trasplantar el brote lleno de espinas. Pero, a diferencia de otras ocasiones en las que también se había pinchado, en esta oportunidad monsieur Montand perdió el control de sí mismo, ardiéndose por dentro. Comenzó a aullar como un lobo en celo, se arrancó las ropas con ambas manos y rascó su cuerpo contra el tronco del único castaño que sobresalía en la rosaleda. Se arrastró por el barro de los canteros pidiendo auxilio a los gritos y, al término de unos minutos, poco antes de que su esposa pudiera llegar hasta él, su corazón envenenado dejó de latir.

Los forenses encontraron restos de escopolamina[1] en la sangre de monsieur Montand y, en una caja de madera situada sobre el tocador, las raíces de la mandrágora que su esposa había subido hasta la casa.

La policía judicial de Burdeos desestimó la culpabilidad de la tía de monsieur Montand. Había muerto dos años atrás.

Las autoridades policiales dijeron que la esposa de monsieur Montand había usado el nombre de la tía de su marido como coartada. Presionados por cerrar una causa que ya estaba llegando a niveles de escándalo en Burdeos, analizaron algunos otros hechos, culparon a la viuda y cerraron el caso.

La noche de la sentencia, mientras Catherine Montand sollozaba la tristeza de un injusto final en una celda oscura e inmunda, en el comedor del herbolario ardieron las velas, el viento jugueteó en el aire de las rosas y un Château d’Yquem de los viñedos de Sauternes fue destapado. El profesor Hilaire celebraba el cierre de un plan que había consumido el último año de su vida; que lo habría obligado a abandonar París y a mudarse a Burdeos.

Su amante, la herbolaria, en cambio, elevó la copa de vino blanco sin decir una palabra, pero estaba exultante de triunfo. Brindaba porque tenía la esperanza de que, en adelante, el fantasma de Catherine Montand no ocupase más lugar en el corazón del profesor y que, en adelante, la atención y la dicha serían de ella.

Lo que la herbolaria desconocía era que el despecho no se cura con la venganza. Es una herida abierta que jamás vuelve a cerrarse. Que no olvida.

[1] Alcaloide tóxico de la mandrágora que produce alucinaciones y puede conducir a la muerte.

2 Respuestas

  1. Pilar Ferreyra dice:

    Leticia, en principio muchas gracias por leer el cuento y, en segundo término, por comentar tan cariñosamente. No alcancé a comprender porqué consideraste, finalmente, que el uso de palabras como “connubio” y “esqueje” te resultaron apropiadas.
    Mi lema es usar el máximo posible mi léxico. Ojalá fuera tan amplio que pudiera usar miles de palabras, las entendiera la media de los lectores o no. Si yo no comprendo qué significa alguna palabra que escucho en un audiocuento, o que lee en un cuento o novela, siempre acudo al diccionario. Si determina la comprensión de la trama.
    Me gustó lo que dijiste sobre el final. No lo había pensado.

  2. María Leticia Durán dice:

    Si no figurara la fecha de la historia, hubiera pensado que el cuento se desarrolla en la Francia del siglo XIX. Tal vez tenga que ver el vocabulario, hubo algunas palabras que no me hubiese animado a utilizar (connubio y esqueje, por citar a dos) por temor a que no se me comprenda. Sin embargo, eso no ocurre en Los gajos de rosas blancas y creo saber la causa.
    Me gustó el final, nos da la esperanza de que las andanzas de Hilaire todavia no han concluido.

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