Los Cesares

Está solo en su despacho. La lluvia golpea con fuerza los cristales y un escalofrío le recorre la espalda. En la soledad de su ira la vista se le nubla. Ha echado a todos sus colaboradores, nunca permitió que a él: Eduardo Cesar Angeloz, gobernador de Córdoba y hombre fuerte de la política Argentina, se le noten  los desbordes. Cuando el viento se calmó, una llovizna suave baña la tarde y, abre las ventanas. Aspira el aroma del pasto mojado y se tranquiliza un poco. El “clap” “clap” de los goterones bajando del tejado lo traen de regreso. Busca en la penumbra la botella de coñac y aspira el balsámico buqué, antes de paladear el fuego dulzón que le calentará la voluntad. Sin embargo, a pesar del aire perfumado de los jardines y la noble madera de roble que le da personalidad al alcohol, no consigue paz. Se revuelve en su cólera, piensa de qué modo eludir la acusación por enriquecimiento ilícito. Da vueltas y más vueltas sin hallar el modo y concluye que, sin importar las consecuencias, mataría con sus propias manos a ese abogaducho enfermo de protagonismo.

            Cierra los ojos y se pregunta cómo lo resolvería el otro Cesar.  Un relámpago cruza la agonía de la tarde iluminando un instante la noche que nace. Estruendo, y luego una ráfaga helada agita las cortinas, las antorchas vacilan. El aroma a pasto mojado se superpone con la aceitosa resina de los leños. Se relaja y presta atención, resuena una voz que no lo sorprende.

            – Tengo encadenado un senador que conspira para matarme. En Roma anida la traición y este es su emisario – se oye a si mismo continuar – ¿es más valioso vivo o muerto?

            En la penumbra se agitan las sombras de dos o tres generales que esperan una respuesta, y no se atreven a pensarla. A nadie teme Cesar, aún no ha cruzado el Rubicón y su poder todavía no ha sido puesto a prueba. Decide que ha llegado la hora de mostrarlo en toda su espléndida dimensión. Su deseo es voluntad, y la voluntad acción. Aún no es el Cesar, pero su poder y convicción ya se despliegan con magnificencia. Durante un breve tiempo sin medida se funden y trasmutan. Sienten el poder omnímodo, los embarga el anuncio de la gloria, y disfrutan el temor de sus adversarios. 

            Se abandona al placer flotando en el inesperado limbo, lo invaden los aromas fuertes del campamento, el sonido del metal, y las bestias bufando inquietas. Revive lejanos momentos propios, de inigualable poder, gobernador emblemático, autoridad indiscutida del partido, añora los tiempos de su gloria, y no tiene dudas, el Cesar  mataría con sus propias manos al abogaducho.

 

 

            Respira profundo y con un estremecimiento reconoce el cambio, sutil al comienzo, un tránsito mórbido casi desprovisto de emociones, solo la sensación de movimiento sin traslación. Ha regresado. El despacho sigue en penumbras, lo reciben el aroma puro de la lluvia y el coñac. Nada ha cambiado, ¿o sí?, el viaje lo ha cambiado. No busca razones ni explicación, lo sentido en ese campamento simplemente lo inspira. 

            Pero matarlo con sus propias manos no parece ser la solución. Esta solo en su laberinto, los pensamientos son pura penumbra. Trata de recrear el momento vivido, recuperar la magia de ese otro tiempo, y se ilusiona con el regreso.

2 Respuestas

  1. Guillermo dice:

    Gracias Marcela, tuve dudas de publicarlo, porque es parte de una memoria muy reciente.

  2. Marcela Flores dice:

    Excelente cuento! Te deja el sabor amargo de la impunidad y la certeza que a más de un político (incluyendo a César) se le deben cruzar ideas semejantes a hacer “justicia” por mano propia. Muy bien narrado, sin fisuras, de noble lectura y grandes imágenes. Felicitaciones Guillermo!.

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