La mancha de Santi

Santi corría por el patio raspando sus zapados sobre el cemento. Se había olvidado de traer ropa de gimnasia porque no era un martes común: era la semana de los frailes y no tenían clase, solo juegos y actividades afuera. Aun así, ese no era un problema: no por nada era Flash, el más rápido de sexto y, más aún, de toda la escuela; quien nunca había perdido en el juego. El sudor le corría por entre su abundante cabellera, y su pequeño torso se estremecía eléctricamente con una mezcla de excitación y ansiedad: jugaba a la mancha venenosa y Fer, la tortuga de la clase, que últimamente se había vuelto más atlético debido a una rigurosa dieta, lo perseguía de cerca. Santi tenía miedo de que lo tocase y arruinara su reputación de invicto; por eso sus ojos verdes se balanceaban velozmente, atentos a sus alrededores.

Luego de haberlo intentado tocar por media hora sin éxito, Fer, cuando estaba a un metro de Santi, gritó: «¡Te manché, Santiago!», y salió corriendo en la dirección contraria.

Santi se paró en seco, con la cara roja de bronca. De nada sirvió que gritase que era un mentiroso, que así él no jugaba o que seguía invicto: todos lo tomaron como un mal perdedor.

 

***

 

Los ojos gigantes de la señorita Magenta, la nueva suplente de Ciencias Sociales, lo miraban desde arriba. Santi nunca había visto unos ojos tan grandes ni a una mujer que tuviese un huevo en la garganta, como el de su papá.

—Estuve viendo que estás teniendo un problema con los chicos —dijo con una sonrisa demasiado amplia.

Santi asintió con la cabeza. Era muy embarazoso confesar sus problemas sociales frente a un adulto, en especial una profesora. Sin embargo, ella tenía razón: las cosas no habían sido las mismas desde que Fer había fingido mancharlo.

—Puedo ayudarte.

Ella sacó algo de debajo de su escritorio: una caja de pino, no más grande que un borrador, con un extraño símbolo.

—¿Sabés qué es esto, Santi?

El chico negó con la cabeza.

—Dentro está el tesoro que han buscado los hombres desde que aprendieron a pensar: el Elixir de la vida. Bebe una gota de él y vas a correr aún más rápido de lo que ya lo haces: te permite correr en el tiempo, no en el espacio.

Le entregó a Santi una botella pequeña de vidrio color humo que había sacado de la caja. Él la destapó y olisqueó dentro: un olor picante le contrajo la nariz.

—No entiendo, señorita.

La mujer lo ignoró y le hizo señas alentándolo a que bebiese. Santi la miró. Los ojos verdes de ella eran tan grandes que amenazaban con tragarlo entero. Inclinó el recipiente para beber y sintió una punzada tan fuerte en la lengua que pensó que se le iba a caer.

 

***

 

Al día siguiente se sentía normal, pero, cuando se miró al espejo, se quedó paralizado: sus ojos verdes habían crecido hasta doblar su tamaño.

Cuando volvió al cole, mientras formaban en el patio, la escuela comenzó a cambiar. La señorita Magenta lo miraba con su sonrisa demasiado amplia y dientuda.

El mundo se había vuelto translúcido como si fuese un dibujo en papel de calcar. Estaba en el patio, pero no formando: había vuelto a aquel momento en que Fer acababa de gritar: «¡Te manché, Santiago!».

Levantó el pie un poco aprensivo de que el suelo calcado no lo soportase, pero alguien lo empujó por la espalda y dio una zancada para evitar caerse. Todo a su alrededor desapareció en remolinos de color y el chico apareció en un nuevo lugar, con un nuevo cuerpo.

—Pero ¿vos sos boludo, Santiago? ¿Qué mierda es esto? —dijo un hombre gordo trajeado, cuya mirada le hacía recordar vagamente a Fer.

—Perdón, solo creía que las rosas de Murcia eran un tema más fresco que el otro.

Santi se escuchó decir eso con una voz que no era enteramente suya, sino más profunda y carrasposa. Sus pensamientos también eran diferentes: un poco más maduros y más amargos.

—Mi verga hubiese quedado mejor con ese cambio. Rajá de acá antes de que te despida.

Volvía a estar en el patio del recreo. Se movió un poco hacia adelante: el nuevo episodio era en el mismo lugar que el anterior, aunque no la misma situación.

—Señor —dijo Santi.

—¿Sí? —contestó el gordo.

—Vi que usó mi artículo al final, al editor pareció gustarle.

—¿Qué artículo, Santiago?

—El de las rosas.

—Ah, sí. ¿Te gustó? Ya no estoy tanto en las trincheras, pero me gusta saber que todavía no perdí el toque: uno de mis mejores trabajos.

—Pero si…

—Me alegro de que te haya gustado. Ahora disculpame, pero ando muy ocupado.

Dio un paso hacia atrás y volvió al patio del recreo, a sus zapatos y a los pensamientos de su edad. A su lado, estaba la señorita Magenta sonriendo, pero no se veía traslúcida como todo lo demás. «Entonces ella fue la que me empujó», pensó Santi.

—Lamento haberlo hecho, querido, pero tenías que saber lo que te esperaba de acá a unos años si ibas en esa dirección —dijo ella como si adivinase sus pensamientos.

—¿Qué está pasando, señorita?

—El tiempo es una telaraña, Santi. Por más pequeño que sea el detalle que toques en su pegajosa superficie, va a afectar a toda su estructura. —Santi frunció el ceño, pero la mujer continuó de todas maneras—: Te estoy dando la posibilidad de elegir el camino que más te guste, tanteando todos tus posibles futuros. Pero no avances mucho o demasiado deprisa hasta que te decidas, sino te quedarás en un mundo que no escogiste.

Dicho esto, la señorita comenzó a derretirse, como si estuviese formada por cera: primero la ropa, luego la piel, después se cayeron dos bolsas que formaban los pechos, y finalmente el músculo y el esqueleto. Quedó una crema viscosa y negra donde flotaban los ojos verdes recubiertos por capilares carmesí que le mantenían la mirada. Santi tuvo tiempo de pensar en lo parecido que eran esos ojos a los suyos antes de que desapareciesen en la pasta burbujeante. Retrocedió y el patio cambió por otro escenario.

—Ya no merecés llevar esto —dijo Fran, el delegado de sexto, mientras le arrancaba su colgante con la medalla de un trueno.

— ¡Eh! ¡Pero es mío!

—Este colgante solo puede ser usado por el más rápido —dijo y se lo colgó a Fer, quien estaba detrás de él con una alegría apenas contenida.

Avanzó un poco más en el patio.

Se vio en un recreo, solo en el bosquecito que solía estar vacío salvo por alguna eventual pareja que se escondiese de los profes. Miraba al patio, donde en un rincón Cami estaba sentada sobre el regazo de Fer, besándose.

Completó el paso hacia atrás.

Ahora era más grande, pero seguía en el colegio. Estaba vestido de negro y llevaba algunos piercings y tatuajes. Se había convertido en una sombra.

Cada vez que se movía, volvía al patio del recreo y a la semana de los frailes. Al moverse otra vez, el escenario cambiaba y se trasladaba a algún momento del futuro.

Exploró todas sus posibilidades, movimientos y combinaciones, como en los veranos en que su hermano le enseñaba a jugar al ajedrez.

Cuando se decidió, en el patio de juegos calcado, vio a Fer alejándose de él luego de haber mentido sobre haberlo tocado. Se impulsó como un cohete y, a medida que avanzaba, las realidades colapsaban a su alrededor: el gordo gritándole, Fran quitándole su medalla, Cami besando a Fer… Caían estruendosamente y se entrelazaban unas con otras mientras el mundo calcado se volvía más real y su color se acentuaba cada vez más.

Fer miró atrás suyo y sus ojos destellaron: Santi era un tigre de bengala dispuesto a destriparlo. La colisión fue explosiva y lo dejó en el piso, todo dolorido, mientras el chico de los zapatos gritaba victorioso: «¡Te manché!».

Santi se disponía a marcharse, caminando cool como Terminator, en la realidad que había escogido, cuando algo lo detuvo: tenía la incómoda sensación de que lo estaban mirando. El mundo ya casi se había vuelto sólido por completo. Se dio vuelta y la vio de cuclillas, mirándolo con aquellos ojos tan grandes que parecían deformes y aquella sonrisa con demasiados dientes.

—¡No! —gritó la mujer—. ¿Qué hacés, pendejo? ¡Hacé lo que te conviene para tu futuro! ¿O querés terminar como yo?

»¡En esto te vas a convertir! —gritó, se arrancó la peluca y reveló una calva incipiente.

Los ojos le latían y parecían salirse de sus cuencas.

Santi tenía miedo: había algo que estaba muy mal en todo aquello, pero no podía articular qué era. Empezó a correr hacia el costado, alejándose de ella, pero sabiendo que aún no podía fijar su destino.

Volvió al mundo calcado.

Se vio pelado en la camilla de un hospital, en silla de ruedas, drogadicto y viviendo en la calle.

Magenta lo seguía de cerca.

—Corré, hijo de puta. Sabés que no podés escapar de mí: ¡no sos más que una tortuga y yo soy Flash! le gritó.

Santi había dejado el patio de cemento y corría por el bosquecito. Cada vez que el mundo comenzaba a tornarse demasiado sólido, cambiaba de dirección: no quería quedar atrapado en ningún universo. Los nuevos mundos interactuaban con él: Santiago de la camilla estiraba la mano en su dirección, Cami le tiraba un beso o su yo adolescente le levantaba el índice.

A cada rato miraba hacia atrás. Magenta estaba a cincuenta metros, a treinta metros, a diez, a cinco… Sus uñas alargadas se estiraban hacia él. Se dirigió hacia adelante, con las lágrimas de terror corriéndole por las mejillas, y luego la sintió: un arañazo desde el hombro hasta la parte baja de la espalda.

Se vio en un mundo enteramente blanco y allí sentado había un niño que se veía exactamente como él, salvo en su expresión: Santi nunca había mirado así, tan cargado de experiencia.

—Voy a comprar tiempo para que hablemos, pero tenés que prestarme mucha atención —dijo el chico del mundo blanco.

Santi volvió al patio y a sentir las uñas de ella desgarrar su piel. No había vuelto solo: a su lado estaba el chico que se veía como él. Este empujó a Magenta con fuerza y eso les permitió escapar.

La señorita cayó y volvió a derretirse. Ahora los perseguía una masa gigantesca de brea negra que tenía incluidas partes de Santi en sus diferentes versiones: el adolescente, el adulto, el tortuga y demás.

—Santi, no hay forma de evadir lo que pasó sin cambiar todos los universos en los que no ha pasado. El Elixir de la vida en este universo es el de la muerte en el otro, porque la vida que querés robar pertenece a alguien más —dijo el chico del mundo blanco.

—¿Quién sos?

—Vos, al igual que Magenta. Todos somos vos, pero con distintas decisiones.

—¡Ayudame! ¿Cómo salgo de acá? —dijo Santi lloroso.

—Solo hay una manera: rendite.

—¡Nooo! ¡Me va a comer!

—Es tu decisión. —Sonrió.

El otro chico le hizo una zancadilla y Santi cayó al piso. Pudo haberse levantado, pero supuso que no era lo que debía. Se tapó la nuca para defenderse de lo que iría a pasar. La masa de brea en que se había convertido Magenta lo tragó entero y todo se volvió negro.

 

***

 

Fer, cuando estaba a un metro de Santi, luego de haberlo intentado tocar por media hora sin éxito, gritó: «¡Te manché, Santiago!», y salió corriendo en la dirección contraria.

Santi se paró en seco, aún con lágrimas en los ojos, pero sonriendo. De nada sirvió que gritase que era un mentiroso, que así él no jugaba o que seguía invicto: todos lo tomarían como un mal perdedor.

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