La habitación de María Laura

Era de día, de eso estoy seguro, por más que no vea las luces ni los colores; por más que los colores hayan tomado otra forma y otro tono cuando los recuerdo. Porque el cielo era azul, pero me cuesta precisar si era un azul tarde en el Trapiche con el agua que rebota sobre la luz del sol, o un azul marino como los ojos de mi abuela, a veces tristes, a veces como una erupción que se eleva hasta confundirse con las nubes. Supongamos que era un azul miedo, oscuro y a punto de llover, con la tonalidad de los vientos que tienen nombre de mujer, con los remolinos como los bucles que caían sobre el hombro de mi compañera la primera vez que me enamoré.

Tenía 19 años y el cielo estaba azul cuando conocí a María Laura y su habitación de la calle Vélez Sarsfield. La pensión era igual a todas, pero única por su condición. Era diminuta y cabía un mundo porque decíamos la palabra hermano y aparecía un hermano, y entonces nos daba por decir mariposa y reír con la boca cerrada ante el miedo a que se nos metieran por la garganta, o como aquella vez que dijimos dolor y se llenó de lágrimas, tuvimos que vivir dos semanas con tubo de oxígeno y hacer el amor como buzos.

También nos dimos cuenta de que en la habitación de María Laura no corría el tiempo porque entrábamos de noche y, después de una infinidad de sueños, salíamos a la misma hora. Ingresábamos a las 19:30, leíamos el libro que robé en el Ateneo —o que me robó y me eligió entre todos los «yo» parados como bibliotecas— y nos desintegrábamos como átomos, verso tras verso, para transformarnos en una guitarra desafinada, cantar con la voz ronca, hacernos preámbulos y jurarnos la eternidad, para volver a ser átomo y de nuevo verso y la cara de la vecina prostituta que nos leyó un poema de Clarice Lispector, la misma que nos mostró cómo el cielo se hacía cada vez más azul y el azul se hacía cada vez más cielo, como los museos cuando se quedan vacíos. Entonces, salíamos y seguían siendo las 19:30, pero no de verano, sino de invierno. Descubrimos que el tiempo pasaba diferente porque los segundos y los minutos se congelaban, pero sí corrían las temporadas, las ciudades, los calores, los inviernos y los países, como cuando cenábamos en Bahía para despertar en Bruselas, hacer el amor en París y desayunar en el campo. Como la vez que le hablé de mis padres y de pronto me convertí en un niño que tenía pesadillas y se perdía en el laberinto de Dédalo para despertarme en los brazos de María Laura todo transpirado.

Nos costaba creer que fuera real, pero poco nos importaba cuando volvíamos de la facultad y nos encerrábamos durante semanas enteras que no duraban ni un segundo. Nos pasábamos los días en la cama, comíamos en la cama, rezábamos en la cama, pecábamos en la cama, nos desnudábamos en la cama, moríamos en la cama, para descubrir al día siguiente la cama tendida como el primer día.

Las palabras eran distintas cuando estábamos en el cuarto de María Laura. Cuando queríamos decir que sí, decíamos luz o luciérnaga o torta frita; cuando queríamos decir que no, nos salía decir diccionario o clarinete o tiempo; ni hablar cuando queríamos gritar que nos amábamos y yo le decía mermelada y ella me decía café con leche. Entonces yo le decía naranja y ella me respondía riéndose como loca y era la mejor forma de decir que me amaba. Como la vez que me quemó con agua hirviendo y se me dibujó un labio en el brazo izquierdo. En vez de pasarme crema, se le ocurrió que si le hablábamos nos respondería, y empezamos a leerle. Yo prefería los cuentos de Bolaño o de Borges, pero en cuanto me descuidaba, María Laura le leía novelas de Alessandro Baricco y poemas de Alejandra Pizarnik.

Así nos pasábamos los días de letra en letra, haciendo nada, pero haciendo lo que queríamos, porque en ese cuarto era diferente. Todavía tengo en la cabeza el día que amanecí y solo tenía el habla. María Laura me besó el espacio donde debería de estar mi boca y me aparecieron los ojos, me miró y de repente tuve el rostro entero. Entonces decidió apretarse fuerte el sexo mientras veía cómo crecía el mío, para luego llevárselo a la boca y juntos mirar cómo me nacía el alma en un orgasmo de palabras que gritaban libertad y revolución.

Si hasta el techo era un cielo azul cuando nos desnudábamos. Pero un día comenzó a llover y no paró. De nada servían los pilotos y paraguas con los que nos cubríamos para comer. Las botas se confundían con el barro, las paredes se llenaron de humedad, las palabras se desbordaron como río. Hasta los besos se tiñeron de tormenta. Fue necesario salir de la habitación. Asomábamos la cabeza y llovía aún más. La cama parecía una balsa que iba de una punta a la otra.

Buscamos a un plomero, a un arquitecto, a un jardinero y hasta a un filántropo, pero no encontraban una solución a nuestro problema. Los meteorólogos estaban confundidos: nunca habían visto llover tan seguido. Pasaron las semanas, incluso los meses. No tuvimos otra opción que llamar a la dueña de la pensión. Era la primera vez que tenía ese problema con la habitación: «Si no para, voy a tener que cerrarla», nos decía. A María Laura se le caían las lágrimas. «Alguna solución tenemos que encontrar», le insistía, pero la dueña estaba decidida, porque empezaron los maremotos, las olas llegaban hasta el techo y los vecinos no paraban de quejarse.

Era de tarde cuando la dueña vino con su candado. El cielo no estaba azul, más bien se veía gris. La cerró con llave y le colgó el cartel de cerrado para siempre. Nos abrazamos durante horas y esta vez sí pasaron los minutos.

Todos los días caminamos la misma cuadra esperando que el tiempo se detenga y, detrás de las nubes, un arcoíris ilumine la habitación.

8 Respuestas

  1. Paulo dice:

    woooowww que buena historia. Que bien que escribís. Estoy encantado.

  2. Diego Martín dice:

    Impresionante!! Me parece genial

  3. Isabel Roura dice:

    Hermoso Roberto. Dibujás unas imágenes increibles con las palabras. Me encantó.

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