La conjura de los poderosos

—¡Estamos haciendo historia!
—¿Estás seguro? —le dijo Clarisa Ordoñez a su compañero.
—Si no me creés, acordate de mí cuando veas mañana la portada del Clarín—. El senador Francisco De Felipe, presidente de la bancada, se sentó seguro en la butaca. Había repasado mil veces los números. No había duda, no había lugar a la menor duda: el oficialismo no podría salirse con las suyas, no esta vez. Aunque la votación era reñida.
La senadora Ordoñez sintió un ligero escozor al oír hablar del diario de la víspera. Ésta, iba a ser una noche de traiciones. Lo supo desde el momento en que el senador Coria, que estaba justo detrás de ella, le había tocado el hombro para pasarle un papel doblado en cuatro. Recién empezaban a sesionar: «Viene de más atrás» le había dicho con un gesto.
Luego de la última chicharra y del momento de votación, el recinto se cubrió de un silencio negro y espeso, como el de un derrame de petróleo, pero sin que pudiera considerarse como daño ecológico: el Congreso ya estaba contaminado desde mucho antes.
Le siguió la euforia de los senadores oficialistas que, eyectados de sus asientos, saltaban como si estuvieran en una cancha; y las miradas de la oposición hacia Clarisa Ordoñez, que no se animaba a alzar la vista.
De pronto, lo que amenazó con transformarse en una gresca callejera, fue impedido por la policía federal. De Felipe, estaba fuera de sí. Asomaba el torso entre los hombros de los dos uniformados que se lo llevaban. «¡Perra! ¡Perra traidora!», gritaba con el puño en alto.
Gracias a las cuatro puertas del recinto, la evacuación fue rápida. Se fueron todos, menos Clarisa, que aunque hubiese querido correr hacia su despacho, estaba siguiendo instrucciones y, según parecía, no solo ella sabía lo que debía hacer. Era como que la pantomima de la policía quisiese allanarle el camino.
Las voces se fueron alejando por los pasillos, haciendo más audible el rezongo estridente de la butaca de cuero marrón, sobre la cual se hamacaba la senadora. Cada tanto, como dudando de lo que acababa de hacer, miraba los resultados en el tablero electrónico: 36 votos a favor, 35 en contra, 1 abstención. Estaba segura de que iba a ser la protagonista de la portada del diario.
Esperaba que el reloj diera las 02:00 de la madrugada para ir a su despacho. Seguramente, los que le habían hecho torcer su voto, ya estaban enterados de todo. Pero eran tan sádicos que querían que ella les transmitiera la noticia.
Pensando en ellos, la senadora se mordió sus labios crecidos de colágeno, que todavía conservaban resabios de mate sobre la espesa capa del indeleble rosa pastel de Dior. Un rato antes del timbre que llamaba a votar había corrido a su despacho, desesperada por un sorbo de infusión patriota y no porque dudara de lo que iba a hacer. Además, el teléfono negro descolgado sobre el escritorio le recordaba lo pactado. Su boca en la bombilla era como el beso de Judas.
Sentada en la banca, Clarisa pensaba en cómo haría para retornar a su pago, al que había traicionado votando a favor de la nueva «ley de semillas», lo que equivalía a entregar a Monsanto más de la mitad de las ya paupérrimas ganancias del campesinado. Desde allí había surgido en el 2001, cuando el pueblo se había sublevado al grito de «¡Que se vayan todos!». Por entonces, ella encabezaba las marchas, hastiada de los representantes políticos y llena de arrugas de subsistencia.
De pronto, alguien se acercaba corriendo por el pasillo. Era un hombre. Podía adivinarlo al escuchar el ruido de suelas amplias sobre el lustroso parquet. Ella sintió hormigas eléctricas subiendo con furia por sus vértebras. Inspiró profundo y se deshizo del aire soltándolo con bronca por la nariz. En un segundo se enderezó en la butaca y volteó su cabeza para mirar el lugar desde donde provenían los ruidos.
—Lo hicimos —dijo el secretario, apoyado contra el marco de madera tallada a mano. En Buenos Aires, el lujo supura por todos lados, es fácil acostumbrarse.
Ella sonrió hasta donde podían sus músculos, que parecían cansados del peso extra de su cara llena de botox.
—¡¡Mierda!! — gritó transformando su sonrisa en un rictus de tensión.
Se levantó: ya era la hora. Fue hacia la puerta desde donde su asistente la miraba sin entender. «¿No era esto lo que ella quería?» pensaba el empleado.
Ella, ya no sabía si confiar o no en el chango. Siempre le había sido incondicional, vino con ella desde Apóstoles, provincia de Misiones. Pasa que cuando uno se mezcla con traidores, hasta de su propio aliento desconfía. Al pasar al lado del secretario se lo sacó de encima con un beso de «está todo bien pero no me jodas, hasta mañana», que él supo interpretar a la perfección.
Caminó por el pasillo con paso firme, mirando hacia arriba. Cada vez que pasaba por allí, le gustaba admirar las molduras de yeso que unían las paredes con el techo abovedado. Esta, no era la excepción, a pesar del momento de zozobra. En cierta forma, estaba tranquila: ellos, eran gente de palabra.
La senadora Ordoñez entró a su despacho. Sacó del bolsillo de su traje azul la hoja A4 que le dieron en el recinto y la rompió. Era un montaje de la portada del diario Clarín con fecha del día siguiente como amenaza: «MUERE EN TRÁGICO ACCIDENTE EFRAÍN SULTZ, EL ESPOSO DE LA SENADORA ORDOÑEZ». Se sintió ligeramente reconfortada, prefería ser traidora a estrenar viudez. Ya habría tiempo para la venganza, que ciertamente sabría más dulce que la infusión de Ilex paraguarensis retenida en sus labios. Levantó el teléfono que esperaba en el brilloso escritorio de caoba con la comunicación abierta y dijo: «Hice mi parte, exijo a mi esposo con vida», y colgó, dejando que las palabras viajen a través de la fibra óptica, hacia un subterráneo lugar de la Casa Rosada.

5 Respuestas

  1. Ana dice:

    Muy bueno Ceci!! Me encantó la atmósfera.

  2. Elva dice:

    Muy bueno. Como siempre Cecilia tus cuentos dejan ganas de seguir leyendo

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