ENSAYO CLINICO

—Buenos días, jefe. La guardia, sin novedades.

Saludaba de este modo diariamente a cada uno de los médicos que iban llegando entre las ocho y las ocho y media de la mañana al servicio del hospital. Había cumplido con su deber, o al menos eso decía: había cuidado durante toda la noche a los enfermos allí internados. Eusebio Coronel era suboficial de la Policía Federal. Hacía ya muchos años que estaba allí, en el mismo servicio, todos los días de la semana.

Había pasado algo más de la mitad del siglo veinte y los hospicios para alienados –como todavía solía denominárselos en- mantenían las arcaicas estructuras profesionales y edilicias de la época de la Revolución francesa.

Los estudiantes de medicina que, en turnos quincenales, concurrían a ese servicio para cursar la materia Psiquiatría, se interesaban particularmente por Eusebio Coronel, porque era el único paciente con quien podían mantener un diálogo al menos en apariencia coherente. Les interesaba saber cómo se veía a sí mismo ese enfermo, que les resultaba un personaje tan particular. Los estudiantes, a veces por necesidad de mejor comprensión, y otras por pura diversión, charlaban con él cada vez que tenían algún rato libre.

—¿Qué hace usted aquí?

—Es necesario un buen policía para contener a los revoltosos y evitar el ingreso de matones y ladrones —respondía enfático y, con un dejo de melancolía, agregaba—: Ahora falta poco para que me jubile y pueda retirarme a vivir con mi familia, mi esposa, mis hijos y mis nietos.

—¿Cuántos pacientes internados tiene esta sala?

—Solamente quince. Es una de las salas más pequeñas del hospital.

—Pero yo he visto dieciséis camas, y aparentemente todas en uso —replicó otro alumno.

—Por supuesto, porque la cama que está junto a la puerta es la mía, para poder controlar que nadie escape durante la noche.

 —¿No hay enfermero en el turno noche?

—Sí, aunque después de dopar a todos los enfermitos, se escapa a la guardia, para joder con una enfermera de aquel sector.

—¿Por qué están internados aquí todos esos pacientes?

—Los pobrecitos están todos locos. No lo saben, pero están todos locos. Algunos comprenden que esto es un hospital, pero suponen que atiende medicina general, cosas como tuberculosis o apendicitis.

—¿Y usted nunca les explicó que este es un hospital psiquiátrico? —insistían los alumnos.

—¿Para qué habría de explicárselo? No entienden, están locos de remate, pobrecitos, y para colmo sin cura. Estarán aquí depositados hasta el día de su muerte.

Y, al menos en este último aspecto, no se equivocaba.

Hablaba con elocuencia, firmeza y seguridad. Siempre muy amable, era conocido por todos en el hospital, al cual había sido derivado hacía más de quince años después de un brote psicótico. Supo desde el primer momento que esa era una institución psiquiátrica se creyó transferido por la superioridad para ejercer sus funciones allí. Los anales policiales se enriquecerían con el tiempo con aquella decisión de internación, si es que puede ser llamada riqueza lo que allí sucedió.

Si durante la noche algún enfermo se alteraba, agredía a otros o se autolesionaba, Eusebio Coronel estaba siempre listo para ayudar a contener la situación y, a primera hora de la mañana, informaba a sus jefes, es decir, a todo médico que llegase al servicio. Sentía especial satisfacción cuando, ante pacientes de conducta difícil, algún profesional ordenaba administrarle un electrochoque. Entonces asumía la autoridad de custodia del orden. Se acercaba al paciente indicado, llamaba a otros dos o tres internados y, por la fuerza, si era necesario arrastrándolo, lo llevaban a la salita preparada para ese tratamiento. Todavía se usaba en el viejo y semiderruido hospital público el electrochoque, más como castigo que como terapia, ya que muy pocos creían que tuviese algún efecto beneficioso sobre los pacientes. Pero sí servía para aleccionar a todos los otros.

Coronel presenciaba el procedimiento y entraba en estado de eufórica alegría cuando comenzaban las convulsiones del enfermo.

—Esto es lo que necesitamos en las comisarías. No me explico cómo puede ser que todavía no tengamos el aparatito. Ya se lo sugerí al mismísimo jefe de policía.

Fuera de estos acontecimientos, Eusebio Coronel aparecía siempre como una persona tranquila. Paseaba por el hospital, los días domingo y feriado salía a caminar por las calles circundantes, y regresaba satisfecho por haber visitado el barrio de los alrededores del hospital.

—¿Por qué no usa su uniforme policial? —le preguntaban en tono de chanza algunos alumnos.

—Lo tengo guardado en el placar, pero dentro del hospital es mejor no usarlo: los internados podrían asustarse, pobrecitos.

En parte era cierto. Recién internado había reclamado que deseaba tener su uniforme cerca de él, y algún miembro de la familia -que en aquel entonces todavía lo visitaba de tanto en tanto- se lo acercó. Desde ese día quedó colgado en el placar de la enfermería.

Las preguntas de los alumnos siempre obtenían respuestas que parecían ubicarse dentro de cierto marco de lo que habitualmente se llama normalidad. Esto los asombraba y les hacía cuestionarse cuál era el verdadero alcance de la psiquiatría. En aquella oportunidad el grupo de estudiantes fue más lejos. Uno de ellos, Federico Tombal, admirador de las teorías freudianas y futuro psicoanalista, le preguntó un día al jefe de la sala:

—¿Qué pasaría si se le dijese a Coronel que llegó su jubilación y puede retirarse a su casa?

—¿Es una pregunta o una sugerencia?

El jefe había respondido al estilo socrático, lo cual no amilanó a Federico.

—No comparto el criterio de mantener encerrados a los pacientes de por vida. Eso no me parece un tratamiento, sino una condena. Si por mí fuera, yo ordenaría la externación de Coronel.

—Entonces le propongo algo a usted y sus colegas, ya que son todos futuros colegas míos. Informemos a Coronel que le ha sido otorgada la jubilación y veamos cómo reacciona.

La propuesta del jefe pareció atractiva a los estudiantes y, sobre todo, a Federico Tombal. Solo faltaba coordinar los detalles. Para hacerlo, el jefe, que era además profesor adjunto de la especialidad, coordinó un debate entre los alumnos. Estaba seguro de que el análisis de diversas propuestas y su aparente implementación podrían constituirse en una herramienta pedagógica útil.

Acordaron que el sábado siguiente todos los alumnos del curso  almorzarían con médicos de la sala en la cantina del hospital junto con Coronel, a quien se le transmitiría la noticia.

Y así se hizo. Era la primera vez en tantos años que estudiantes, médicos y jefes almorzaban con Coronel, quien recibió la noticia de su jubilación sin demostrar emoción alguna. Dos días después, el lunes, después de la revista de sala, podría retirarse. Solo preguntó quién lo reemplazaría en el cuidado de los internados.

—Nadie, la jefatura de policía no tiene personal excedente, ya no puede darse ese lujo.

Ante la respuesta del jefe, Coronel no respondió, solo esbozó una leve sonrisa.

El lunes Federico Tombal llegó temprano. Era optimista, ya que la reacción del paciente había sido muy normal ante el anuncio de la jubilación. Su plan era ingresar a la sala junto con el jefe del servicio, quien le informaría a Coronel que la noche anterior le habían notificado por teléfono que se postergaba la baja por jubilación hasta nuevo aviso.

El policía los esperaba en la puerta de la sala de internación, vestido con su uniforme prolijamente planchado.

—Buen día, señor jefe. Suboficial Eusebio Coronel reportándose. Entrego la guardia en perfecto orden. Con su permiso, hoy me retiro por jubilación.

Lo dijo en posición de firme y saludando con la venia militar. Al ver la sala, el jefe y el alumno no pudieron reaccionar de inmediato y mucho menos explicar el supuesto llamado. Se sintieron progresivamente invadidos por oleadas hirvientes de estupor, asombro, indignación y temor. El alumno y futuro psicoanalista supo que había fracasado. El jefe fue quien exclamó:

—¡¿Qué pasó aquí, Coronel?!

—No se preocupe, jefe. Anoche, mientras dormían, los ahogué, uno por uno, con una almohada. Los pobrecitos iban a quedar sin custodia, sin alguien que se preocupase por ellos. Están en paz, porque siguen siendo inocentes.

Acerca de Ricardo Martínez
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