El pase del siglo

En el preciso momento en que la pelota cayó a sus pies, al borde de su propia área, Arturo Sequeira supo que cada instante vivido en los últimos meses tan solo había tenido como objetivo justificar ese momento, y que no se desprendería de ella hasta llegar al arco rival.

La primera vez que le nombraron Rama Seca, creyó que se trataba de alguna marca de vino o alguno de esos grupos nuevos de música tropical que pululan por ahí. No fue hasta que el mismísimo presidente comunal, don Atilio Caruana, le explicó que se trataba de un pujante pueblo de la provincia de Río Negro que Arturo comenzó a sopesar la idea de cambiar de vida y mudarse al interior del país.

—¡Con un nueve como usted, seguro que logramos el campeonato! —le había dicho Caruana tras un partido de solteros contra casados en el que, por casualidad, lo vio un día que andaba de paseo por Villa Fiorito.

Caruana era, además del mandamás del pueblo, el presidente del Rama Seca Atletic Club, que en las últimas cuatro ediciones del torneo regional había perdido la final a manos de su archirrival, Desamparados de Villa Angustia.

Así las cosas, Arturo Sequeira metió en un bolso sus escasas pertenencias y se subió al ómnibus que, dieciocho horas después, lo depositó en la estación de Viedma. De allí, catorce horas más a bordo de un colectivo lechero, que entre parada y parada posibilitó el ascenso y descenso de los más pintorescos lugareños, cargados con cajones de verduras, ristras de ajo y alguna que otra gallina.

Cuando finalmente arribó al parador de Rama Seca, el presidente Caruana en persona lo estaba esperando, junto a la barra brava del club en pleno que sostenía en alto un cartel de bienvenida con su nombre.

Amontonándose un poco, Arturo, la totalidad de los barras bravas y el presidente cupieron en el Rambler Ambassador modelo 65, propiedad de este último, y todos juntos acompañaron a la nueva adquisición a tomar posesión del cuarto de pensión que le había sido asignado.

«El pase del siglo» tituló el periódico local, El Ramense, a la transferencia de Arturo Sequeira, y batió récord de tirada con ciento veinticinco ejemplares que se agotaron el día mismo del lanzamiento.

Al principio, la adaptación le costó un poco. Además de no conocer a nadie, no encontró en el pueblo demasiadas opciones en dónde invertir el enorme capital de horas libres que le quedaban entre un entrenamiento y otro. Salvo la cantina del club, en donde los momentos de mayor adrenalina se vivían cuando algún viejo ligaba treintaitrés de mano en el truco, solo le quedaba un cine viejo que cada miércoles se empecinaba en pasar alguna película de la Coca Sarli y un par de barsuchos de mala muerte.

Con el correr de las semanas y los sucesivos entrenamientos, Arturo fue haciendo buenas migas con el resto de los integrantes del plantel, y terminó de ganarse su confianza el día del debut en el torneo, en el que Rama Seca se impuso al Sportivo Arco Iris por tres tantos contra uno, con dos goles suyos. A partir de entonces, su vida social dio un vuelco y ya no hubo asado o fiesta de cumpleaños donde su presencia no fuera requerida.

De entre todos sus compañeros, con quien mayor afinidad logró fue con Pablo, un morochito menudo que jugaba de enganche y a quien todos llamaban Padre Pablo, ya que, además de jugador, oficiaba de cura en la única iglesia del pueblo.

—¿Cuándo voy a verte por el confesionario? —le recriminaba, medio en serio y medio en broma, cada vez que volvían del entrenamiento.

—No tengo nada para confesar —le contestaba Arturo y enseguida cambiaba de tema, llevándolo a cuestiones más terrenales en las que consumían largas horas de charla.

El equipo siguió avanzando a paso firme en el campeonato y llegó a la última fecha segundo, a un punto de Desamparados de Villa Angustia, a quien debía enfrentar para cerrar el torneo en condición de local. Además, Arturo marchaba en la cima de la tabla de goleadores, compartiendo posición con el siete de Desamparados, un peticito endemoniado que ostentaba el título de máximo artillero en las últimas tres ediciones del certamen.

El sábado de la final, Rama Seca amaneció embanderado con los colores del club. Llamaba la atención la ausencia absoluta de perros en las calles, espantados por las bombas de estruendo que comenzaron a retumbar desde temprano. Los comercios no abrieron sus puertas y se organizó una peregrinación masiva a la virgen patrona de la ciudad, a la cual el Padre Pablo no asistió para cuidar piernas.

A la hora del partido, el estadio era un hervidero; doscientas cuarentaiocho almas coreando al unísono los nombres de los jugadores a medida que ingresaban al campo de juego.

De movida, el equipo visitante sorprendió saliendo a presionar en toda la cancha, y se hubieran puesto en ventaja de no haber sido por dos excelentes intervenciones de su arquero, el flaco Libertti. Con el correr de los minutos, el local se fue serenando y, movido por el aliento que bajaba de la tribuna, logró emparejar las acciones del juego.

El primer tiempo terminó sin goles, y el equipo se retiró de la cancha con la sensación de que el partido podía ganarse. El presidente Caruana aprovechó el entretiempo para brindar una charla motivacional a la que nadie prestó atención.

La segunda etapa fue más trabada; prácticamente, no hubo llegada a los arcos y ambos equipos se quedaron con un hombre menos por faltas violentas. Cuando restaban cinco minutos para el final, el siete de Desampararos se cortó solo por el lateral derecho y encaró al arco con las peores intenciones. Un silencio sepulcral se apoderó del estadio cuando el movedizo delantero picó el balón por sobre el cuerpo del flaco Libertti, que a esa altura ya no tenía nada por hacer, y solo se rompió cuando la pelota se fue del campo, apenas unos centímetros por encima del travesaño.

Arturo Sequeria llegó a pensar que aquello era una señal divina. Segundos después, tomó el balón, que cayó manso a sus pies tras el rechazo de un tiro de esquina, e inmediatamente en su cabeza se dibujó el mapa cuyo destino final era el arco de en frente. Con un sombrerito se sacó de encima al ocho y avanzó por el centro, aprovechando que el equipo rival había quedado mal parado. Haciendo gala de toda su magia, le metió un tremendo caño al cinco para dejarlo pintado en el círculo central y encaró con decisión al dos, que quedaba solo en la defensa porque el seis había subido a cabecear el córner.

Los gritos desesperados de Padre Pablo, que se había desprendido por el lateral, llegaron nítidos a sus oídos implorando el pase. Arturo amagó a tocar, pero luego quebró la cintura para dejar desairado al marcador central sobre la línea del área grande y quedar mano a mano con el arquero. En su cabeza desfilaban, con letras de molde, los títulos de la próxima edición de El Ramense: «Hazaña histórica»; «Rama Seca, campeón»; «Arturo Sequeira, goleador».

A esta altura, el pedido de Padre Pablo, que entraba solo por el palo izquierdo, se había convertido en una súplica. En la mente de Arturo, sin embargo, se jugaba otro partido. En contra de toda lógica, ensayó una especie de bicicleta para distraer el arquero y se abrió para eludirlo por el costado. El guardameta se estiró en todo el largo de su cuerpo, pero solo para ver desde el piso cómo Arturo, ya con escaso ángulo, tocaba suave el balón hacia el arco vacío.

Algunos dirían que fue por una mata de pasto mal cortada, otros le echarían la culpa a la infortunada presencia de una piedra, y no escasearían, por supuesto, los que hablarían de falta de pericia por parte del delantero. El asunto es que, en algún punto del trayecto, la caprichosa pelota tomó un raro efecto y terminó besando el palo izquierdo para escapar luego por la línea de fondo.

El pitazo final del árbitro llegó inexorable y los hinchas locales debieron ver cómo, una vez más, los jugadores rivales festejaban eufóricos en el centro de la cancha, mientras que los suyos se iban cabizbajos y en silencio hacia el vestuario. Arturo fue semblanteando a sus compañeros conforme los iba cruzando, en busca de algún gesto de misericordia, pero solo encontró tristeza y desazón en sus rostros. Cuando por fin se topó con Padre Pablo, deseó con toda su alma que este le dijera algo, aunque sea un reproche o incluso un insulto, pero el religioso solo se limitó a mirarlo de una forma que hizo que sobraran todas las palabras.

Arturo, resignado, bajó la cabeza y se metió al vestuario con la certeza de que aquel domingo debería ir a confesarse.

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