Abducido

El viejo estaba loco. No paraba de mentir. Era uno de los borrachos que se juntaban en la plaza, frente al colegio. Nunca nos quiso contar de donde era, se hacia el misterioso. «De lejos», nos respondía, eso nos decía. Pero a mi se me hacia corta la respuesta. Al viejo le encantaba hablar de números, de planetas, de Dios. Todos esos bolazos que me conocía de memoria. Nos encantaba darle manija cada vez que salimos de gimnasia y nos cruzábamos a fumar en la plaza. «Contanos de tu vida pasada, che viejo, que te pagamos un vinito», le decía y nos matábamos de la risa con las historias que se mandaba.

Así nos pasábamos las tardes. Churrito siestero y dale que va con las fábulas del viejo. A veces me recordaba cuando era chico y papá contaba cuentos de terror que sacaba de la tele, pero eran otras épocas. «¿Te viniste para la tierra en una nave?», le preguntábamos y nos decía que nos iba a contestar si le comprábamos algo. «¡Cómo te gusta el verso, marciano borracho, entregá el Porrito espacial!», le gritábamos y nos reíamos como locos. Qué mierda nos importaba si hacia frío o calor, si el pueblo era un embole. Todos los días eran iguales: la escuela, la tristeza de mamá, andar de vago con los pibes. «Qué bolaceá, viejo. Decí de que planeta viniste», lo deliraba y el viejo la flasheaba con las anécdotas, como si no supiera que las inventaba, viejo mentioca.

En la escuela me sentaba atrás. Pensaba historias para ver con qué nos saltaba el viejo por la tarde. Me guardaba la plata del recreo. Con eso le compraba el vino. A veces me gustaba creer que de verdad era un marciano, o algún personaje de las revistas que había dejado el forro de mi viejo antes de tomárselas; pero más me gustaba molestarlo. «Yo también soy de otro planeta. Del Ano de Ur, viejo puto», eso le iba a decir. Los pibes me alentaban, pero el viejo se calentó mal y yo me calenté peor cuando se lo dije. «Acá tenés la nave voladora, viejo marica. Vení, subite», le decía, mientras me agarraba la verga. El viejo me hartaba cuando se ponía mañoso. Si le iba a pagar un vino, qué por lo menos me hiciera reír. Esa tarde casi lo cago a puñetes, pero se puso re mal. Me dio lástima y quedó ahí. No pasó nada. Ni siquiera nos divertimos esa tarde, y eso que estaba buenísimo lo del Ano de Ur. Pero los pibes eran medios pavos. Ni bien se ponía linda la cosa, ya arrugaban los maricones. Demasiada moral para esta mugre de pueblo.

«Hay que hacerle una buena joda», les dije. «Lo ponemos culo para arriba al viejo. Aprovechamos que se viene Halloween. Nos disfrazamos de extraterrestres. ¡Que se cague en las patas!». No se animaban, pero, a medida que les decía se iban copando. «No sean miedosos. Nos ponemos unas bolsas y nos clavamos los cascos de la moto», les contaba, mientras les veía la sonrisa en la cara. «Le caemos de noche. Le hacemos creer que somos marcianos. Qué sirva para algo, qué mierda».

La noche estaba oscura; ideal para asustarlo. El viejo dormía entre cartones debajo del banco de la plaza. A las doce, nos aparecimos. Teníamos puestos nuestros trajes espaciales. Le puse el pecho y lo encaré. Los pibes venían atrás. El cagaso del viejo apenas me vio fue tremendo. Tenia los ojos como sapo del susto. Los chicos se reían a carcajadas, pero yo estaba en mi personaje, yo estaba interpretando mi papel. Lo iluminé con la linterna. «Te vinimos a buscar, a la vuelta tenemos la nave», le dije. El viejo no respondió nada. Me miraba con los ojos bien abiertos. Noté como se le iba mojando el pantalón. Ahí me empecé a reír yo. «No te meés, que con ese olor no te sube a la nave, viejo cochino». Lo quise agarrar del brazo, pero salió disparando. No hizo ni medio metro que se cayó. Lloraba como un perro abandonado, pero papá siempre decía que no creyera en el llanto de un perro. Los pibes me quisieron parar. «Ya está, ya fue», me decían. Se sacaron los cascos, quisieron tranquilizar al viejo. No deje que lo hicieran. «¿Qué se meten, boludos?, grité, y le metí un pechón a uno que fue a parar al suelo. «Si no se la aguantan, se las toman», les dije, y uno a uno se fueron yendo. «Y vos, viejo, vení que te llevo a la nave», le indiqué, pero el viejo seguía llorando. Me saqué el casco y le entré a dar para que se callara. Con cada golpe me sentía mas libre, menos avergonzado. «¿Por qué papá, por qué?», le gritaba, sin ningún motivo, al pobre viejo, mientras el manchón de sangre cubría los diarios viejos con los que se tapaba.

11 Respuestas

  1. Mariela Ortega dice:

    Hermoso , amo tus escritos !

  2. Diego Carrizo dice:

    Fuertisimo el texto!. Terminas de leer y te queda la adrenalina.

  3. Isabel Roura dice:

    Muy bueno Robi!! Qué puedo acotar, soy de tu club de fans, ja.

  4. Maria Teresa Nannini dice:

    Roberto sos lo más! Personajes, lugar , olores, sensaciones, sentimientos , hay de todo en esa vereda. Esta vez me faltó tu voz. Pero de algún modo te escuché.

  5. Paulo dice:

    Muy bueno! Pero muy bueno! Felicitaciones!!!

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