A un lugar mejor

            Miró alrededor con el desamparo pintado en su demacrada y joven catadura. No halló la solución en las grietas del pavimento o de las paredes de la esquina, desde luego, sino en el cuerpo sentado de un roñoso vagabundo de mirada mustia e impersonal, la de alguien que mira algo muy lejos de este mundo.

            A Mariela le dolía el vacío punzante en el estómago, pero sabía que, más tarde, iban a dolerle el doble la culpa y el remordimiento. Sabía que iba a tener que tragar y sentir la grasa acomodarse campante en su cintura, su abdomen, sus muslos…

            Así que no lo pensó mucho, sino que obedeció al impulso naciente de la conmoción. Se acercó al vagabundo, sacó del táper un sándwich envuelto en servilletas y, con una benevolente sonrisa, se lo entregó, rápido, para que las manos del sujeto, casi negras por la suciedad, no rozaran las suyas. Ni sus intenciones ni su sonrisa fueron sinceras; lo que sí: el alivio extraño que provino del agradecimiento tan locuaz y humilde del hombre. Ella, sin embargo, prefirió considerarlo producto de un problema resuelto.

            El táper vacío sirvió para convencer a sus papás de que había comido en el colegio y de que la anorexia había sido erradicada, como para no volver a estragar a la chica por un tiempo. La otra evidencia definitiva: Mariela misma era quien preparaba su almuerzo frente a ellos.

            Así fue como el vagabundo de la esquina se convirtió en un pozo donde tirar lo que ella se negaba a consumir, pero siempre con modales impecables que camuflaban su aprensión y un importante aire de desinterés, como de Madre Teresa de Calcuta.

Mariela lo encontraba todos los mediodías en su mismo rincón, cerca de la parada del colectivo, y le entregaba las sencillas comidas que preparaba religiosamente la noche anterior. Se ahorraba varias preocupaciones diarias. Una vez los vecinos la miraron y asintieron, como para manifestar su aprobación, lo que la llenó de un orgullo casi tan intenso como el de ver el número deseado en la balanza.

            Mariela, sin pretenderlo, apacentó cariño por el hombrecito, por sus ojos rutilantes de gratitud y la humildad con la que siempre le recibía la ofrenda. Él una vez le preguntó su nombre y, desde entonces, la recibió llamándola con una alegría de perro viejo que sabe que el amo llega a casa (nunca levantándose del suelo, por cierto), aunque ella jamás dejó de llamarlo «señor».

            Por ese afecto involuntario fue que Mariela no se arrepintió nunca de lo que hizo uno de esos días donde el sentido común se enturbia, y la razón es más propensa a ceder ante los impulsos.

            No se acuerda de lo que le pasó por la cabeza en el momento. Sí se acuerda de que su mamá había sorprendido a una rata en algún lugar de la cocina y de que su papá había asegurado tomar las medidas necesarias. De lo que mejor se acuerda era de sus manos manipulando la comida y de sus ojos encontrándose sin querer con una botellita de plástico que no había visto antes. En su mente deflagró una sensación de poder muy parecida a la que, seguramente, tienen los verdugos, así como la de irrealidad, por una travesura demasiado grave como para concebirla, siquiera. Por el contrario, más prominente que esas, la sensación de que, de hecho, sería un acto tan inocente y bienintencionado que resultaría benigno y, por lo tanto, las consecuencias no serían peligrosas. Impresiones similares la dominarían por el resto de su vida, y ella las abrazaría gustosa.

            Cumplió con el ritual, ese digno del más generoso de los humanos. Y, al día siguiente, el vagabundo ya no estaba en su esquina, ni en ninguna.

            Mariela abandonó los síntomas de la enfermedad que escondía, aunque de manera tan progresiva que casi ni se dio cuenta. Su propio peso y figura pasaron a segundo plano. Una vez que comprendió su impunidad y la naturaleza de su motivación, nada la distrajo del propósito que la movilizó la primera vez, y todas las veces siguientes.

            Lo idealizó como la mejor forma de dar amor: quitarle al sufrido su desgracia, arrancarla de raíz. Crio su ideología cristiana de una manera diferente, particular, y actuar en nombre de Dios —como en las épocas viejas que a nadie le gusta recordar— dio sentido a su existencia.

            Mariela procedía de la misma manera en cada oportunidad: tanteaba la actitud del menos afortunado, y su reacción ante los extraños que le dirigían palabra y le regalaban alimento. Luego, tejía una rutina parecida a la que entabló con el vagabundo, con lo cual creaba dependencia y simpatía. Entonces, solo faltaba esperar que la compasión le ganara, la convenciera y la empujara para dar el paso final.

            Varias décadas más tarde, poco después de mudarse (como tantas veces), ya era una viejecita querida en el barrio, frágil pero risueña. Vivía a una cuadra de una avenida y su reputación impecable con los vecinos (y, más importante, con los trapitos de la zona) se la había ganado por sus comidas y su abnegación.

            De nuevo, un día, como siempre, repartió el almuerzo y no se vio a los muchachos de por ahí nunca más. La avenida quedó desolada. Los vidrios de los autos se quedaron sucios hasta que llovió o los dueños tuvieron tiempo de limpiarlos. Ya no hubo trapitos que ofrecieran su servicio a cambio de plata, que luego usarían para corromperse el cuerpo, aunque de forma mucho más lenta que la que Mariela eligió.

            Los envió a un lugar mejor, pensaba. Ellos nacieron en el cuerpo equivocado, en el lugar equivocado, en la familia equivocada, así que ella cumplía su tarea de devolverlos a los brazos de Dios. Niños, niñas, jovencitos, señoritas, hombres y mujeres, todos pobres y marginados. Almas dulces que no merecen padecer la pobreza ni la perfidia de la sociedad.

— ¿Cómo dijeron, pequeños? —Solía decir la vieja para sí misma, evocando los rostros conocidos, las ropas raídas y las sonrisas, a veces desdentadas—. ¿«Gracias»? No, por favor. Es un placer para mí saber que están más contentos ahora.  

6 Respuestas

  1. Mariela ortega dice:

    Me gustan tus historias .

  2. Melisa Arias dice:

    Muy interesante historia. Felicitaciones. Una pulidita más a la redacción y no falta más.

  3. Valentina Aguilar dice:

    ¡Muchas gracias por leerlo y comentar!

  4. Original y bien escrito. Duro. Interpreto que resolvió el tema de su anorexia volcando el odio hacia su figura en los pobres y desamparados.

  5. Liliana dice:

    Wuauuuuu con mi homónima!! Abrazo y a seguir escribiendo!!

  6. Ada Salmasi dice:

    ¡Muy bueno!,original manera de tramitar los impulsos auto destructivos en nombre de Dios.

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