Paul Auster – INFORME DE UN SINIESTRO

1

Cuando A. era joven y vivía en San Francisco —justo cuando empezaba a abrirse camino en la vida—, pasó un período de desesperación en el que casi pierde la razón. En el lapso de pocas semanas, la echaron del trabajo, una de sus mejores amigas fue asesinada por unos ladrones que irrumpieron por la noche en su apartamento, y el adorado gato de A. se puso gravemente enfermo. No conozco la naturaleza exacta de la enfermedad, pero al parecer era mortal, y cuando A. llevó al gato al veterinario, éste le dijo que el animal moriría en un mes si no lo operaban. Ella le preguntó cuánto costaría la operación. El veterinario hizo las sumas correspondientes, y la cantidad ascendió a trescientos veintisiete dólares. A. no tenía tanto dinero. Su cuenta bancaria estaba casi a cero, y en los días posteriores iba de un lado a otro en un estado de extrema ansiedad, pensando en su amiga fallecida y en la imposible suma que precisaba para evitar que su gato muriera: Trescientos veintisiete dólares.

Un día iba conduciendo por el barrio de La Misión y se detuvo en un semáforo en rojo. Su cuerpo estaba allí, pero tenía la mente en otra parte, y en el lugar que hay entremedio, ese pequeño espacio que nadie ha explorado a fondo, pero en el que todos vivimos a veces, oyó la voz de su amiga asesinada. No te preocupes, dijo la voz. No te preocupes. Las cosas pronto mejorarán. El semáforo se puso verde, pero A., aún bajo el hechizo de aquella alucinación auditiva, no se movió. Un instante después, un coche la embistió por detrás, rompiéndole una de las luces traseras y abollándole el parachoques. El hombre que conducía el coche apagó el motor, salió del coche y se acercó a A. Se disculpó por haber hecho algo tan estúpido. No, dijo A., ha sido culpa mía. El semáforo se ha puesto verde y no he arrancado. Pero el hombre insistió en que toda la culpa había sido suya. Cuando se enteró de que A. no tenía seguro contra accidentes (era demasiado pobre para poder permitirse ese lujo), se ofreció a pagarle los daños por lo que le había hecho al coche. Que le calculen cuánto costará, le dijo, y me envía la factura. Mi compañía de seguros correrá con los gastos. A. insistió en que él no era responsable del accidente, pero como éste no aceptaba un no por respuesta, A. finalmente cedió. Llevó el coche al taller de reparaciones y le pidió al mecánico que le hiciera un presupuesto del coste de la reparación del parachoques y la luz trasera. Cuando A. regresó, varias horas después, le entregó el cálculo que había hecho. Centavo más o menos, la cantidad ascendía exactamente a trescientos veintisiete dólares.

2

W, mi amigo de San Francisco que me contó esta historia, lleva veinte años dirigiendo películas. Su último proyecto se basa en una novela que narra las aventuras de una madre y su hija adolescente. Es una obra de ficción, pero casi todo lo que se cuenta en el libro está sacado de la vida de la autora. Ésta, ahora ya adulta, fue en el pasado la adolescente del libro, y la madre del relato —que sigue con vida— era su verdadera madre.

La película de W se rodó en Los Ángeles. Se contrató a una actriz famosa para interpretar el papel de la madre, y según lo que W me contó cuando, hace poco, estuvo de visita en Nueva York, la filmación iba sobre ruedas, y la producción se acabaría en la fecha prevista. Sin embargo, cuando comenzaron a montar la película decidió que quería añadir unas cuantas escenas que, en su opinión, mejorarían mucho la historia. Una de ellas incluía un plano de la madre aparcando el coche en la calle de un barrio residencial. El encargado de las localizaciones anduvo buscando una calle adecuada, y al final escogió una, arbitrariamente, al parecer, pues todas las calles de Los Ángeles son más o menos iguales. La mañana del rodaje, W, la actriz, y el equipo de filmación se reunieron en la susodicha calle para rodar la escena. El coche que la actriz tenía que conducir estaba aparcado delante de una casa —no era una casa especial, sólo una de las casas que había en la calle—, y mientras mi amigo y su protagonista estaban en la acera discutiendo la escena y las distintas maneras de abordada, la puerta de aquella casa se abrió de golpe y una mujer salió corriendo. Parecía reír y chillar al mismo tiempo. Distraídos por el alboroto, W y la actriz dejaron de hablar. La mujer que reía y chillaba corría a través del césped de la casa, y se dirigía directamente hacia ellos. No sé qué extensión tenía ese césped. W se olvidó de mencionar este detalle cuando me contó la historia, pero en mi imaginación lo veo bastante amplio, por lo que la mujer tuvo que recorrer una considerable distancia antes de llegar a la acera y anunciar quién era. Un momento así merece prolongarse, me parece —aunque sea sólo unos segundos—, pues lo que estaba a punto de ocurrir era tan inverosímil, tan descabellado, tan increíble, que uno desea saborearlo unos instantes antes de soltarlo. La mujer que corría a través del césped era la madre de la novelista. Era un personaje de ficción en el libro de su hija, y también su verdadera madre, y ahora, por puro accidente, estaba a punto de conocer a la mujer que interpretaba ese personaje de ficción en una película basada en el libro en el que su personaje había sido de hecho ella misma. Era alguien real, pero también imaginario. Y la actriz que la interpretaba era también real e imaginaria. Aquella mañana las dos estaban allí, en la acera, pero eran sólo una. O quizá la misma dos veces. Según lo que me contó mi amigo, cuando las mujeres por fin comprendieron lo ocurrido, se abrazaron.

3

En septiembre del año pasado tuve que ir a pasar unos días a París, y mi editor me reservó una habitación en un pequeño hotel de la orilla izquierda. Es el hotel en el que aloja siempre a sus autores, y ya había estado en él varias veces. Aparte de su excelente ubicación —en mitad de un calle estrecha que va a parar al Boulevard Saint-Germain—, no hay nada en ese hotel que sea ni remotamente interesante. Los precios son modestos, sus habitaciones exiguas, y no se menciona en ninguna guía. Los dueños son bastante agradables, pero no es más que un gris e insignificante establecimiento de tres al cuatro, y a excepción de un par de escritores americanos que tienen el mismo editor que yo, no he conocido a nadie que se haya alojado en él. Menciono este detalle porque el anonimato de este establecimiento desempeña un papel importante en la historia. A menos que uno se pare a pensar cuántos hoteles hay en París (que atrae más visitantes que ninguna otra ciudad del mundo), y luego considere cuántas habitaciones suman esos hoteles (miles, o decenas de miles), no comprenderá el alcance de lo que me ocurrió el año pasado.

Llegué tarde al hotel —más de una hora después de la hora prevista— y fui a registrarme. Inmediatamente después subí a mi habitación. Justo cuando introducía la llave en la cerradura, el teléfono comenzó a sonar. Entré, dejé caer mi equipaje al suelo y cogí el teléfono, que estaba empotrado en un hueco en la pared, justo al lado de la cama, más o menos al nivel del almohadón. Como el teléfono estaba orientado hacia la cama, el cable era corto y la única silla de la habitación quedaba fuera de mi alcance, tuve que sentarme en la cama para poder hablar. Así lo hice, y mientras charlaba con la persona que estaba al otro lado de la línea atisbé un trozo de papel bajo el escritorio, en el otro extremo del cuarto. De no haberme sentado allí, no lo habría visto. Las dimensiones de la habitación eran tan pequeñas que el espacio que quedaba entre el escritorio y el pie de la cama era poco más o menos de un metro. Mi ventajosa posición en la cabecera de la cama era el único lugar que ofrecía una perspectiva lo bastante a ras de suelo como para poder ver lo que había bajo el escritorio. Cuando acabé de hablar por teléfono, me levanté de la cama, me acuclillé bajo el escritorio y cogí el papel. Fue la curiosidad, desde luego, siempre la curiosidad, aunque no esperaba encontrarme nada fuera de lo normal. El papel resultó ser uno de esos impresos para recados que te deslizan bajo la puerta en los hoteles europeos. Para…, de parte de…, la fecha y la hora, y un espacio en blanco para el recado. El impreso estaba doblado en tríptico, y en letras mayúsculas, en la parte exterior, se leía el nombre de uno de mis mejores amigos. No nos vemos mucho (O. vive en Canadá), pero juntos hemos tenido algunas experiencias memorables, y siempre hemos sentido el mayor afecto el uno por el otro. Ver su nombre en el impreso para recados me hizo muy feliz. Hacía tiempo que no hablábamos, y yo no tenía ni idea de que pudiera estar en París al mismo tiempo que yo. En aquellos primeros momentos de hallazgo e incomprensión, supuse que O., de algún modo, se había enterado de que yo iba a París y había llamado al hotel para dejar un recado. Lo habían llevado a mi habitación, pero la persona que lo había traído lo había dejado de manera descuidada al borde del escritorio, y de ahí había caído al suelo. O quizá a esa persona (¿La doncella?) se le había caído accidentalmente mientras preparaba la habitación para mi llegada. Pero ni una u otra explicación parecía verosímil. A no ser que alguien le hubiera dado una patada al papel después de que éste cayera al suelo, era imposible que hubiera quedado tan lejos del borde del escritorio. Estaba comenzando a reconsiderar mi hipótesis cuando se me ocurrió algo más importante.

El nombre de O. estaba en la parte exterior del impreso.

Si el recado hubiera sido para mí, habría sido mi nombre el que figurara allí. El nombre escrito en la parte exterior es el del destinatario, no el del remitente, y si mi nombre no estaba allí, lo más seguro es que no apareciera en ninguna otra parte. Desdoblé el papel y leí el recado. El remitente era alguien de quien no había oído hablar jamás, pero el destinatario, sin duda, era O. Bajé corriendo las escaleras y le pregunté al conserje si O. seguía alojado en el hotel. La cuestión era estúpida, desde luego, pero de todos modos pregunté. ¿Cómo podía O. seguir en el hotel si ya no estaba en su habitación? La habitación de O. ahora era la mía. Le pregunté al conserje cuándo se había marchado. Hace una hora, me dijo. Una hora antes yo estaba sentado en un taxi en las afueras de París, en pleno atasco de tráfico. Si hubiese llegado al hotel a la hora prevista, me lo habría encontrado en el momento en que salía por la puerta.

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