Prólogo
1. Estas son las generaciones de Filippo: Filippo, de edad de veintidós años, engendró a Arnoldo, su tercer hijo, cuatro años después del término de la primera guerra.
2. Y vivió Filippo, después de que engendró a Arnoldo, un año, y engendró dos hijas.
3. Y vivió Arnoldo veintidós años y engendró a Rómulo, pero la ira de Jehová Dios se encendió, y el niño fue arrebatado de la faz de la Tierra.
4. Y vivió Arnoldo, después de la muerte de Rómulo, un año, y engendró a Irma, a quien esperaba varón para ocupar el lugar del primogénito desaparecido.
5. Y vivió Arnoldo, después de que engendró a Irma, otro año, y engendró a Rómulo, a quien esperaba mujer. Y llamó Arnoldo a su hijo por el mismo nombre que a su primogénito, y vio en sus ojos el reflejo de la muerte y de su propia avaricia, y temió.
6. Y vivió Arnoldo otros seis años y engendró a Nerea, a quien no esperaba.
7. Y vivió Arnoldo, después de que engendró a Nerea, treintaicinco años y engendró hijos e hijas no reconocidos por los lugares más remotos de la república.
8. Y vivió Irma veinte años y conoció a Gerónimo, de quien concibió dos hijos, Orestes y Danilo, y una hija, Ruth.
9. Y vivió Irma, después de concebir a sus hijos, muchos años. Y vio Irma partir a sus tres hijos hacia rumbos diversos, pero se alegró su corazón.
10. Y vivió Rómulo veinte años y engendró a Daiana, a quien esperaba varón, repitiendo la historia de su padre.
11. Y entendió Rómulo los propósitos de Jehová Dios y se entristeció su corazón. Y vivió Rómulo algunos otros años y engendró un hijo, Darío, y una hija, Celina. 12. Y vivió Daiana años de pesadumbre, y fue condenada a no engendrar.
Parte I
1 – Germán Blanco
Germán Blanco arrastra las alpargatas, pero no camina lento. Le indica a su invitado que siga por el pasillo hasta el comedor y le señala el fondo. La esposa vigila que el agua no hierva y sonríe cuando los dos hombres pasan por la cocina. Una brisa suave entra por las ventanas y la puerta que dan al jardín y apenas mueve el hule que cubre la mesa.
El patio es de baldosas muy gastadas y tiene una gran cantidad de plantas, todas ordenadas en canteros a los costados. Un laurel asoma por encima de la pared que linda con la casa de un vecino y se mezcla con las últimas hojas de la parra. En el rincón más alejado, hay un parrillero y un horno de barro.
Germán. Germán Blanco, señor. Y me puede tutear… Yo lo trato de usted, pero por respeto, por estar chapado a la antigua… qué sé yo…
Acerque esa silla, está en su casa, no hace falta que se lo diga, ¿no? Mejor nos quedamos acá en el fondo, que está más fresco.
¿De mí? Nada. Qué le puede interesar de un viejo de ochenta años… Bah, nada que sobresalga, nada del otro mundo. Una vida normal… Mujer, hijos, siempre peleándola. Hay cosas que no cambian nunca. A menos que me gane la grande… Ahí pasaría al frente… o no… ¿quién sabe?… De todas formas, no juego nunca.
¿Usted quería saber de los Rosignolla? De ellos sí hay mucho para contar. Chismes no. Siéntame bien, porque no va a faltar algún papanatas que diga lo contrario. No le voy a venir con cuentos… Más de cuarenta años trabajé en Rosignolla e hijos, hasta que… Le cuento, le cuento…
Trabajé en la fábrica, en los locales. De todo hice ahí. ¿Qué no hice? Y siempre muy cerca de la familia Rosignolla. Me tenían mucha confianza… así que le puedo contar desde adentro.
Una sensación rara, una contradicción. Porque yo los estimaba. Bah, los estimo… a los que quedan vivos… Antes era diferente. Por más grande que fuera la empresa, uno veía a los dueños trabajar a la par de uno, y uno se encariñaba. Como con los compañeros de trabajo… Pero hasta un punto, ¿vio?… Porque de algunos compañeros uno se hace amigo. Con don Arnoldo, que en paz descanse, y mismo con Rómulo, imposible, señor. Para el trabajo eran de fierro; para cuidar los intereses de la fábrica, igual. Después abrieron los locales de venta y lo mismo. Incluso en tiempos difíciles, siempre me respetaron. Pero… mire, no le voy a andar con vueltas: eran mala gente, qué quiere que le diga. Tal vez no era suya la culpa, como si hubiesen estado malditos. No sé…
Unas costumbres muy raras, qué quiere que le diga… Amigos directamente no tenían. Amigos de esos con quienes juntarse a comer, salir de viaje a algún lado, ir a pescar, no sé… La única gente que frecuentaban eran sus familiares y los de la iglesia. Porque, eso sí, siempre estuvieron metidos en esa iglesia, los evangelistas… No, los pentecostales no… más tranquilos eran… Cómo se llaman… ¿metodistas?, ¿bautistas?… no… ¡pucha digo!, no me acuerdo… En fin… iban a la iglesia desde antes de que yo los conociera.
Pero daba la sensación de que iban por compromiso. Siempre enojados andaban, no sé de dónde les venía tanta bronca. Problemas económicos no, a eso se lo puedo asegurar. Incluso cuando se hablaban entre ellos era como si estuvieran peleados. Nunca un gesto de amor, una caricia, una sonrisa… Al menos no recuerdo…
Y lo peor era cómo se descargaban con los hijos. Todo el tiempo, incluso en la fábrica, delante de los empleados. Por zonceras, travesuras propias de chicos. Parecía que los hijos les estorbaban. Una vergüenza, señor. Desde afuera, todo se veía normal: dueños de una empresa grande, medio tristones, concentrados en lo suyo, nada qué decir. Pero, cuando uno los conocía un poco más, ahí se daba cuenta del daño que les hacían a esos pobres chicos.
Siempre los comparé con los chicos de las villas. Porque no hay chicos más desprotegidos que esos. La diferencia es que en las villas el problema es general, de educación, de falta de plata, ¿no? Al menos es lo que yo pienso. Ahora, a los Rosignolla educación les sobraba… y plata… para qué le voy a contar… Y las mujeres, iguales que los hijos… sufridas. Doña Lucía y doña Mirta, sobre todo, que en paz descansen, llevaban una cara que parecía que se iban a largar a llorar en cualquier momento.
Y uno se pone a pensar… No hay justicia para la gente así. Porque presos no van a ir por despreciar a sus familias. Y, aun así… yo creo que han arruinado vidas enteras. Don Arnoldo y Rómulo, digo. Y desde ellos para abajo, incluyendo a los nietos. Darío, Daiana, Celina, todos. Uno los mira a los ojos y ve la misma desgracia que veía cuarenta o cincuenta años atrás. Como esos juegos de dominó que van cayendo pieza por pieza desde la primera hasta la última, y terminan todas en el suelo. Capaz que sea hereditario… La maldición, digo… capaz que se lleva en la sangre…
Usted pregunte, señor. Pregunte lo que quiera, que yo le cuento… No… mejor esperesé un minuto, que voy a traer el mate. Usted toma, ¿no?
Valoraciones
No hay valoraciones aún.