Plata Ennegrecida

Viejos son los trapos», Manuel Cantabria pensaba que los sesenta no le obstaculizaban la tarea de restaurar joyas por encargo. 

Los diferentes malabares para pulir la platería lo impulsaban a dejar lo mejor de sí y la suciedad que eliminaba con el lustra metales, le manchaba las palmas de un negro sombrío. A las montañas «niñas» –como les decía él– de El Pueblito, las veía sonrojarse con el atardecer. Los colores que proyectaban se confundían con la timidez que a él lo caracterizaba desde pequeño. Timidez que se volvía en aliada de una vida casi ermitaña.
Ese chalé, con techo de tejas a dos aguas, paredes de tabique y piedra de los alrededores; albergaba recuerdos desde hacía quince años. Los mismos que atesoraba en un sendero accesible de la memoria. Desde que se mudó allí, se había alentado a darle la espalda al mundo urbano, por causa de su agotadora y esclavizante rutina. También hay que sumarle la maldad, porque han sido muchas las puñaladas recibidas en la espalda que le habían mermado la confianza en la gente, en especial, en su seno familiar.
En ocasiones visitaba las ciudades de Salsipuedes y Río Ceballos, para vender los suvenires ofrecidos a los turistas que, como arroyos sedientos de paz, fluían a través de las calles en temporada vacacional. En vez en cuando, le llegaba un trabajito de orfebrería y le dejaba una buena estabilidad por un par de meses.
Desistió de la cría de caballos sin ni siquiera haberse aventurado, por considerarla una rutina agotadora. Pues observó el trabajo que le demandaba a algunos pueblerinos del lugar, en especial, a uno de los vecinos que los alquilaba para paseos en los senderos del monte. En cambio, solo cuidaba un pequeño perro negro que lo mimaba con dulzura y no le requería atención desmesurada.
Cada tanto se dio el gusto de beber un vino mendocino, aunque no le huía a los riojanos ni tampoco a los chilenos. Solo cuidaba de no emborracharse, pues evitaba hacer el ridículo ante los visitantes que iban rumbo al mirador de la Virgen Nuestra Señora del Valle, emplazado en la cima del cerro. Aunque ese miedo, a ser avergonzado por falta de sobriedad, pasó a un tercer plano. Pulía en el taller cuando oyó sonar el teléfono fijo. La noticia que escuchó le trituró la armonía: «Papá ha muerto, lo van a velar en la casona, como él hubiera querido». Hacía tiempo no escuchaba a su hermana, igual a sus otros dos hermanos, pues le sobraban motivos y únicamente los veía cuando coincidían en las visitas a su padre. Tras el aviso, le tocaba intentar ensamblar la apacible calma que lo había acobijado en ese paraje de las Sierras Chicas.

Atravesó la entrada de la tranquera adornada con el cartel de «El Ruiseñor». Portaba una enorme valija. La armó porque imaginaba que el viaje duraría un largo tiempo y dejó el perrito en custodia del alquilador de caballos.
Mientras descendía por las calles de tierra seca y pozos excavados por las escasas lluvias, se planteó lo problemática que sería la declaratoria de herederos. Para Manuel, lo material pasaba a un segundo plano. Consideraba que la vida en la ciudad ennegrecía la bondad de las personas, al igual que se opaca la plata, cuando se sulfura ante la exposición del azufre presente en el aire. Las casonas de fin de semana que bordeaban el trayecto no hacían más que reafirmarle esa postura. Pues sus dueños venían a limpiarse la oscuridad que les pegaba una sociedad corrompida por violencia, inseguridad, deslealtades, contaminación, estrés e indiferencias.

En el momento que aguardaba el ómnibus a Córdoba, se acordó de la consideración que tenía su padre hacia sus tres hermanos. Para su progenitor, le parecía haber engendrado a las tres sanguijuelas relatadas en uno de los proverbios del rey Salomón, las cuales vivían repitiendo: «dame, dame, dame» y nunca se saciaban. Aunque estas «sanguijuelas de sus entrañas», solo vivían para succionar el dinero a la gente.
Manuel era el mayor de los cuatro, le seguía Edgardo quien dirigía la inmobiliaria, nacida del fruto de los ahorros en ladrillos del fallecido jefe de familia. La arrogancia era la característica distintiva de este hermano. Incluso, Manuel la padeció cuando estorbó en la relación con la que fue su prometida y no paró hasta separarlos porque la consideraba de baja calaña.
Después seguía Marta, la tercera, conducía los hilos de un estudio jurídico que su padre le inauguró con dinero de su bolsillo, porque no la contrataba ningún bufete de abogados y pretendía que ejerciera la profesión que tantos años le costó terminar. Con ella, Manuel tuvo un desacuerdo por la deuda de un amigo, la cual compró y le sumó exorbitantes ítems que la hicieron engordar en demasía. Por más que él intercedió, Marta no aligeró el monto y le dolió percibir como la dominaba la pasión por «la plata».
Francisco, el último de los hermanos, era el CEO de la cadena de bazares La Herminia, distribuida por varias localidades de la provincia. La primera tienda fue fundada por el abuelo de ellos, la heredó el padre que antes de morir, había delegado el manejo y el control de las inversiones de la cadena, la inmobiliaria y el estudio, pero el finado permaneció como dueño de todo.

En el ómnibus, Manuel rememoró que hacía quince años atrás supo tener las riendas de La Herminia, pero su hermano Francisco, valiéndose de habladurías, fue menoscabando la confianza que el padre le tenía, hasta que logró apoderarse del control y a él le quedó herida el alma por la traición. A la vez que contemplaba el paisaje serrano por la ventanilla, entendía que tras el entierro servirían la torta y se lucharía por quién obtendría la mayor tajada.

La ceremonia fúnebre se desarrolló en armonía, pero repleta de lamentos que derretían los tejidos más duros del alma. Al finalizar el entierro, los asistentes partieron y los hermanos se reunieron en la casona familiar. La sala, que se usaba para reuniones de negocios, se llenó. Además de los hermanos, el apoderado legal y el notario, había diez abogados que representaban a los hermanos de Manuel. Los nervios estaban que raspaban los ánimos de los presentes.
La lectura del testamento intensificó la tensión. El resultado: la última voluntad escrita hace 17 años –porque no se actualizó–, fue que toda la fortuna parara en un fideicomiso dirigido por Manuel. Sus hermanos serían beneficiarios de las ganancias y lo máximo que podrían aspirar, era ser apoderados legales de sus negocios personales.
Un bullicio de consejos legales retumbó en la habitación. El padre había redactado aquello en la época que Manuel dirigía los bazares y, parecía ser que se dejó estar para reformularlo a la vez que ninguno se preocupó en recordárselo. No había protesta ni impugnación que valiera, pues a los tres hermanos les había tocado un 75% de los beneficios de sus negocios –incluida división de inmuebles– y Manuel se quedaba con el 25% restante de cada uno y por supuesto, la dirección de todo.
Durante la merienda, Manuel trató de permanecer en soledad dentro de la casona. Además, rechazó cualquier bebida que le dieran, porque se le originó una paranoia que lo llevaba a temer un intento de envenenamiento. Un té en saquito, servido por el mismo, fue lo que bebió y hasta el anochecer se las ingenió para esquivar a los «tres vampiros».
A las 23 horas, le sonó la puerta de su dormitorio. Al abrir se encontró a Edgardo con la barba salpicada de gris y unas pantuflas a cuadros que le hacían juego con el pijama.
–Con una mano en el corazón, decime sino te parece que –el hermano le hablaba con una mirada de desprecio– papá consideraba que yo administrara y se terminó olvidando. ¿No ves que te convertiste en un viejo paisano?, los tiempos han cambiado y te van a devorar. –Se golpeaba el pecho con el índice.– Soy la mejor opción como administrador y si no hacés algo, me vas a conocer enojado.
Manuel se mantuvo a raya con un: «mañana lo charlamos, que duermas bien». Se encontraba sumergido entre las sábanas cuando a la medianoche sonó otra vez la puerta. Del otro lado, la hermana de estatura baja y tintura rubia apareció con una cara de repulsión como si hubiese masticado un limón.
–¡Me basta con idear algún truco legal para que me quede con todo!, digo –la abogada le «aclaró» sus dichos– con la dirección de todo. No alargués lo inevitable, soy la mejor para ocupar el cargo.
Se la quitó del frente con un: «lo discutimos mañana, tengo mucho sueño».
Manuel había conciliado el sueño, pero un golpeteo continuo a la puerta acabó con la escala de ronquidos que ejecutaba. Se despertó, palpó su bigote para comprobar la solidez y, al abrir, se encontró con Francisco.
–¡Cómo se pudo colgar tanto tiempo el viejo, no cambió el testamento! –Francisco le alzó la voz para luego calmarse–. Los dos sabemos que vos sos un completo inútil y no por nada me dejó a cargo de La Herminia. Sé responsable, entrá en razón y desígname administrador único.
Se colmó con los lances en su contra, entonces una mezcla de venganza y justicia lo invadió. Le dijo para despacharlo: «está bien, mañana luego del almuerzo les repartiré la administración a cada uno».
Cuando Manuel despertó, encontró abiertos los orificios de las puñaladas pasadas como si hubiese sido ayer que se lastimó el alma. El resentimiento lo seducía con maquinaciones escandalosas que no acostumbraba a practicar. En una llamada al letrado familiar, dejó en claro su intención de repartir la herencia y desprenderse de su parte, pues le sería una tortura vivir a la defensiva.
La tarde arribó con los hermanos reunidos en la sala de juntas, en compañía del letrado y un escribano. Las porciones se volverían a repartir y el abogado familiar le avisó a Manuel:
–Le tengo que advertir que usted se perjudica al ceder su parte y es legítima, según la última voluntad de su padre.
–No me interesa conservar nada, excepto un pequeño ingreso mensual de cien mil pesos actualizable a la inflación del momento –mencionaba el mayor de los cuatro–. No me aguanto que me den vueltas estas sanguijuelas voladoras.
–¡Firmá ya o te inicio una demanda por difamación! –gritaba la enfurecida hermana y los otros dos en voz baja también hostigaban a que firme.
Manuel accedió a la presión que le habían ejercido y firmó el documento. Los demás se apresuraron a dejar su rúbrica luego que el escribano constatara sus identidades. El letrado cargó el documento y se retiró acompañado del escribano. Tras ellos, ingresó un trío de guardias privados. Entonces Manuel entregó a sus hermanos tres copias del documento firmado.
–Si leen bien en la página siete, explica que se dividió todo en tres fideicomisos. Ustedes obtendrán los beneficios gananciales de sus negocios, pero serán administradores únicos del fideicomiso del otro por tres años. Edgardo administrará el estudio de Marta, ella lo hará con los bazares de Francisco y vos, Fran, la inmobiliaria.
Por tal repartija «salomónica», quisieron golpear a Manuel, pero los guardias se lo impidieron. Él abandonó la casona y cargó el equipaje en el baúl de un taxi que lo aguardaba para dejarlo en la terminal. Al llegar, abordó el autobús que lo trasladaba a su chalé. Durante el viaje comprendió que había ejecutado a una venganza que les daría una lección de humildad. Sin embargo, entendió que su breve estancia en la ciudad le ennegreció el alma.

 

 

 

1 respuesta

  1. Mario Cesar La Torre dice:

    Felicitaciones Jorge por este cuento. Me encanto hasta el final.

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