Auge y caída de Hurley

Auge y caída de Hurley

Barns Cristopher Hurley tomó carrera y, de un salto, se despegó de la órbita del planeta Gladys X24, rumbo a la Tierra.

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Hurley era el espía más eficiente. El emperador Süller lo sabía y no dudó en elegirlo para la misión: debía infiltrarse en la raza humana con el objetivo de recabar información que luego sería utilizada para invadir el planeta Tierra y dominar la especie.

Una vez sometidos, los humanos serían trasladados a Gladys X24, donde serían utilizados como mano de obra para la fabricación en serie de secadores de pelo. Este producto representaba el único activo y medio de vida de los gladienses, quienes lo exportaban al planeta vecino, llamado Melmac.

Si todo salía bien, sería un cambio de paradigma en la forma de vida del planeta. Los gladienses podrían seguir comerciando con sus vecinos y, a su vez, tendrían tiempo para dedicarse a otras industrias, como la pintura de mandalas.

El papel del espía en este plan era fundamental, por lo que tuvo que prepararse en diversas áreas, como lengua, matemáticas y geografía. Sin embargo, el tema de la apariencia fue el principal desafío. Los gladienses eran una especie reptiliana de gran contextura, piel escamosa de color verde putrefacto y una gran cola. Hurley, que había estudiado a su presa, entendió que su aspecto llamaría demasiado la atención, por lo que se probó distintos disfraces. Finalmente, encontró uno que le satisfizo por lo simpático: uno de dinosaurio violeta con manchas verdes.

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Barns Cristopher Hurley aterrizó en un terreno baldío. Se sacudió el polvo del atuendo y caminó hasta el edificio más grande que alcanzó a divisar: un shopping que había a un par de cuadras.

Durante un mes se limitó a observar a los humanos en la entrada del centro comercial. Mediante la señal espacial, reportaba sus descubrimientos al emperador Süller, quien recibía maravillado sus logros. Tal es así que incluso llegó a confesarle que era el mejor súbdito que había tenido en los últimos quince mil años. Esas palabras llenaron a Hurley de un gozo sin igual y supo que se encontraba en la cúspide de su carrera profesional.

Transcurrido el mes, el espía sintió que era el momento justo para intentar una nueva forma de acercamiento con aquellos seres. Pidió trabajo en un puesto de comida callejera que se encontraba frente al shopping. En la primera y única entrevista, el dueño de aquel puesto, un hombre flaco de unos sesenta años, lo estudió en silencio mientras fumaba un cigarrillo. Con largas pitadas el hombre sopesó los atributos del dinosaurio sin intercambiar palabras; su mirada y sus modos daban cuenta de una sabiduría labrada durante años de trabajo en la calle. Finalmente, decidió que aquel sujeto de disfraz violeta era simpático y merecedor de confianza. Lo contrató, aunque no sin antes hacer especial énfasis en el hecho de que pagaría muy poco y que, a cambio, exigiría mucho.

Hurley aceptó con la condición de seguir usando su disfraz. El hombre no entendió ni procuró entender: encogió los hombros y los labios en un gesto de indiferencia que el espía interpretó como aceptación.

Con la incorporación de Hurley, la fama del local callejero creció de forma inmediata. El espía no solo demostró ser eficiente repartiendo comida, sino que también era un excelente conversador, simpático y carismático. Esas cualidades le permitieron hacer grandes avances, que comunicó con entusiasmo a Süller.

Pero un día el emperador no contestó. El espía no se alarmó: el problema se debía seguramente a la señal espacial, que a veces funcionaba con demoras.

En cuanto al puesto de comida, la visibilidad no fue gratuita: el personal del departamento de sanidad se enteró del éxito y fue a buscar su parte. Ese día, el dueño del carrito, confiado en la eficiencia de su empleado, había decidido por primera vez en treinta años relajarse en su casa. El local quedó a cargo del reptiliano disfrazado de dinosaurio violeta.

Esa tarde, la atención de Hurley hacia los inspectores de sanidad fue excepcional. A pesar de tener una larga cola de gente esperando por comida y simpatía, el espía hizo gala de la cordialidad y los buenos modales que tan bien le habían rendido. Sin embargo, no alcanzó a comprender las sutilezas de los funcionarios, que insistían con «una colaboración». Luego de una hora de insinuaciones frustradas, los inspectores creyeron que el dinosaurio se hacía el boludo y decidieron propiciarle un castigo ejemplar: no solo le clausuraron el local, sino que llamaron a sus colegas del departamento de migraciones para exigirle visa y papeles de ingreso al país. De nada le sirvieron al espía su simpatía y los conocimientos adquiridos para comprender el concepto de burocracia.

Por si fuera poco, justo en el momento en el que los oficiales de migraciones lo llevaban detenido, llegó directo al cerebro extraterrestre de Hurley una señal espacial. Era el emperador Süller, que informaba con voz reseca: «Melmac ha caído. Melmaquianos conectaron todos los secadores de pelo al mismo tiempo y el planeta estalló. Restos de Melmac impactaron contra Gladys X24. Planeta reducido a escombros. Misión finalizada».

La noticia sumió a Hurley en una nebulosa de angustia. Pasó dos días en una celda mirando el techo. Durante su estadía en la cárcel, los oficiales le exigieron que se sacara el disfraz, pero él no obedeció. Su cerebro estaba inmerso en un mar de especulaciones sobre el destino de su raza, y no dejaba lugar ni a las palabras ni al dolor de los golpes que le daban los policías.

Al tercer día, y justo antes de que uno de los oficiales le despedazara el disfraz con una trincheta, se acercó al recinto de tortura un hombre elegante de traje y corbata. Con aire de superioridad y gesto firme, ordenó al torturador que se detuviera y saliera inmediatamente de la celda o se las vería con el mismísimo ministro de Seguridad. El oficial reconoció la gravedad de la amenaza, dejó caer la trincheta al piso y se fue sin más. 

Una vez solos, el hombre de traje elegante le comentó a Hurley que lo había visto en la cola del carrito antes de que lo llevaran preso y que quería ayudarlo. Le explicó que era un productor televisivo muy reconocido y que, si accedía a trabajar para él, lo sacaría de aquella celda. Para ganar su confianza, añadió que un vecino del planeta de Hurley ya había aceptado la oferta y tenía su propio programa.

La acotación del productor sobre un habitante de Melmac en la Tierra fue, por demás, efectiva. El exespía hizo caso al impulso más básico y universal: sentirse menos solo, y aceptó.

Como respuesta a la aceptación, el nuevo jefe de Hurley sonrió de un modo tal que este sintió miedo; hasta le pareció que detrás de aquella sonrisa había restos de sangre. El hombre de saco y corbata dio por cumplido su objetivo, se perfiló para la salida y, antes de irse, agregó: «Perfecto. Solo un queda un detalle: tu nombre es muy largo. De ahora en adelante, te vas a llamar Barney».

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El programa fue un éxito entre el público infantil. La exposición masiva, sumada al shock por la pérdida de su hogar, volvió a Hurley inestable emocionalmente y dependiente de los fármacos. Nunca más volvió a sacarse el disfraz ni nadie se lo pidió, y nadie se preguntó cómo era él, más allá del programa.

Con el tiempo llegó a olvidarse de su rostro y la frase «el mejor súbdito de los últimos quince mil años» se transformó en un recuerdo amarillento y sin vida.

Hasta el día de su muerte, solo logró encontrar consuelo en las esporádicas visitas a su colega Alf, del planeta Melmac. Juntos miraban en silencio las estrellas, soñando con un nuevo hogar.

5 Respuestas

  1. Leti dice:

    Excelente. El cuento atrapa al lector desde el comiemzo y el personaje de Hurley, muy bien logrado. Me dio pena el final. Muy biem escrito ¡Qué imaginación! Dios te guarde, diria mi abuela.

  2. Paula dice:

    Me muero con la ilustración del cuento. Excelente, Agus! Felicitaciones

  3. Moira dice:

    Sos desopilante!!!!! Muy bueno, ¿Que digo? Buenísimo!!!!

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