Página en blanco

Se levanta y mira el mundo por la ventana de su monoambiente. Los edificios parecen troncos secos, con alguna que otra luz encendida a las 4 y pico de la mañana. Algunas son las de quienes conservan la costumbre de despertarse a esta hora, como si aún debieran llegar a tiempo a las fábricas y no perder su presentismo en un mundo plagado de ausentismos. Las otras luces son las de sus eventuales compañeros de desvelo, que, como él, piensan que este mundo perdió sentido. Y si no fuera así, él sí que lo piensa, tanto del de afuera como del que habita cráneo adentro. En realidad, este último no tenía sentido desde que nació, «y ahora menos», concluye.

Deja el mundo exterior y vuelve a la silla. Mira el cursor, que sigue parpadeando, indolente, y comienza a teclear en su computadora:

Tengo una página en blanco para poner mis sentimientos. Los busco, pero apenas si capturo sus interferencias. Soy una radio vieja que quiere estaciones nuevas, algo así como una AM queriendo captar FM. Sé que están en algún lado, uno entre mágico y olvidado que dejé de frecuentar.

Dejo de mirar la página. Me cuesta confrontar el tizne que las teclas van creando en mi pantalla, pero finalmente miro esas palabras, de reojo, para controlarlas como se hace con el enemigo.

Letra por letra, voy construyendo este texto que tiene sentido pero no sentimientos. Como con la radio, no sé dónde están los sentimientos en esta página que voy manchando con sentencias tiznadas. Soy incapaz de sintonizarlos, de sintonizarme con ellos. Todo en este texto es racional. Del nudo en la garganta para arriba.

Pienso que necesitaría tener la templanza del ajedrecista para saber qué sentimiento jugar en cada momento, pero para ello necesitaría hacer un primer movimiento: sentir.

Se levanta y se sirve lo que queda de vino: media copa que se toma de un trago. Apaga la radio, que dejó de transmitir hace un par de horas y retoma la escritura:

O quizás sí tenga sentimientos. Sentimiento, porque es uno. Hago mi jugada: entreabro la puerta que quise cerrar cuando empezó la cuarentena en la ciudad. Y enseguida la siento. Es mi desesperación, dice una silueta a través de la rendija, y cuando me habla arroja espumarajos de un dolor que toma cuerpo.

Luego me pide que no mienta: llevo tratando de cerrarle la puerta mucho antes de la cuarentena, quizás desde que tengo memoria.

Quiero reaccionar, pero es tarde, siempre es tarde: me ha trabado la puerta y, un latido después, se abre paso y entra a mi cabeza, a mi corazón y a donde se le ocurra.

«Al menos ya no estoy solo», me consuelo, porque las visitas son dos: desesperación y dolor. Dos sentimientos que no logro traslucir en mi escritura. O todo lo contrario: que capturo con exclusividad.

Me detengo. Mi corazón ya no es una página en blanco, como esta que me desesperó llenar con tanto dolor. Desesperación, dolor y rencor, la santísima trinidad que maldice, más que mi entrañable hogar, mi hogar de entrañas. Y lo hace cuando quiere y como quiere mientras yo, sin magia ni olvido, me guardo un profundo rencor porque nunca supe cómo evitar que la desesperación me duela tanto como mi soledad, el desamor y los mundos, el de afuera y el mío. Todo me duele… y me desespera.

…Pero él sí sabe qué hacer. Detiene su tecleo. El tizne se aquieta.

Piensa que le falta emotividad a lo que escribió en esa última página, pero ya no le importa, porque sabe qué hacer con la desesperación, el dolor y el rencor. El corazón le galopa y la adrenalina lo jinetea.

Piensa en tomarse un último trago de algo. Podría, ya que está, acabarse todas las botellas para que nadie más las pueda aprovechar una vez que se levante la cuarentena y todos salgan a vivir sus mundos al mundo. Pero las deja ahí. No es codicioso. Lo único que codició fue quitarse la trinidad de encima y no pudo.

«Además…», se dice en un intento de completar su monólogo interior. ¿Además qué? ¿Qué tiene para agregar en esa cabeza donde todo resta y viene en picada?

Quiere dejar de pensar: todos estos rodeos mentales son estratagemas de su cobardía para demorar lo que tiene que hacer.

«Miedo», se reconoce también en esa palabra. Al final tiene más sentimientos de los que creía. Ahora debería volver a la página e incluirlos en el texto: desesperación, dolor, rencor, miedo. Él lleva la pandemia adentro, le nace en la cabeza y le enferma el resto.

Celebra la idea. Incluir esto último en el texto lo enriquecería.

Pero no: no va a volver a la página, porque sería otra de sus estratagemas para postergar lo que necesita, lo que debe hacer.

Es hoy. El edificio está desierto: los estudiantes han regresado a sus pueblos, para ponerse a salvo, y el guardia de seguridad está de franco por tiempo indeterminado.

«Es hoy», piensa.

—Es hoy —murmura, pero es como si se lo hubiera ordenado a los gritos.

Deja de mirar el cursor, que lo provoca a terminar la oración en esa página que, con tanto tizne de palabras, lejos está ya de ser blanca.

—Es hoy —se repite y sabe que es la única voz que va a oír. La última vez que se va a escuchar a sí mismo.

Se levanta de la silla y hace los pocos pasos que lo separan de la cama, donde dejó la pistola.

Tiene planeado sentarse, respirar hondo, acomodarla bien… Pero apenas siente que está por desistir, una vez más, la agarra rápido y, parado como está, se la pone en la sien y gatilla.

El disparo retumba en el departamento. Él ve una galaxia que le explota frente a los ojos y luego la negrura del universo. Siente que el brazo suelta el arma y, por entre el aturdimiento, el ruido metálico que hace al dar contra el suelo.

Una milésima de segundo después, está lejos. Lejos y bien. Toda su vida trató de salir de sí mismo, escapar de su cuerpo, de su cabeza, de su cuarentena interior aguardando la imposible cura del dolor. Y lo logró.

Está lejos y bien. Aliviado.

***

Fuego. No lo ve, pero lo siente.

Nada peor que un fuego invisible. Ese pensamiento lo lleva al siguiente: el infierno. Existía. Él que descreyó, ahora lo ve. No, no lo ve. Lo sentirá para siempre, como buen suicida que es. O que fue.

Un fuego invisible, en una holística oscuridad. Nada de demonios, ni gritos. Solo negrura y un fuego invisible e inapagable. Treinta años de una vida de mierda para terminar condenado a una eterna vida de mierda.

Se caga en Dios y en su justicia. ¿Y qué? ¿Le va a prolongar la eternidad de la condena? A Él también le guarda rencor, porque creó el mundo y, no contento con su obra, inventó el dolor.

Siente el fuego en la frente, contundente. Es como si le pegaran con una maza al rojo vivo en esa parte del cráneo. Un golpe cada vez que el corazón le late. Si en vida tuvo la trinidad de desesperación, dolor y rencor; en muerte tendrá otra de soledad, silencio y oscuridad. Bueno, también tuvo de eso en vida, solo que en su muerte se le suma esta maza incandescente que lo golpea en el cráneo cada vez que a su corazón se le ocurre latir.

Quiso sacarse el dolor de encima y ahora lo tiene peor. Si no fuera porque está en el infierno, se reiría.

Pero si está muerto, ¿por qué le late el corazón?

Se queda sin respuesta. El silencio y una oscuridad aún más intensa lo envuelven y lo disuelven en la nada. «Chau, infierno», esboza una despedida porque ahora sí se va, por fin. Alivio.

***

Un mazazo vuelve a despertarlo. Pero ahora se le ha agregado un ácido que le brota de la cabeza, le baja a la oreja y por allí se le vuelve a meter para quemarlo por dentro y volver a salir por la cabeza, en un ciclo que amenaza ser eterno.

¿Qué seguirá después? Piensa en el infierno de la Iglesia, también en el de Dante. «Quizás se hayan quedado cortos», concluye.

Oscuridad nuevamente, esa profunda y sorda. ¿Es que en algún momento dejó de haberla? ¿De tenerla? Pero no ahora, sino desde siempre. Capaz que en sus primeros años de vida, no; pero luego coqueteó con la negrura y aquí está, en el infierno. En el infierno de su monoambiente.

Se le adiciona otra capa de oscuridad a la reinante y él vuelve a disolverse en esa plácida nada. Alivio.

***

Los mazazos hirvientes en la frente y el ácido lo vuelven a despertar.

¿Infierno del monoambiente? Está delirando, confundido. Se le mezclan el infierno con su departamento y con su vida. Quizás pase el resto de la eternidad confundido, despertado a mazazos incandescentes y baños de ácido por dentro y por fuera.

Pero enseguida viene nuevamente esa paz a salvarlo, solo que esta vez le tiene miedo, porque va a desmayarse y, cuando vuelva en sí, habrá un castigo más.

Se pregunta cuál será. Ya le tiene miedo al mazazo, al ácido y ahora a la paz… Algo peor sería temerle al estar vivo.

¿Y si lo estuviera? El frío cerca del cuello le hace pensar eso.

Intenta moverse, pero el cuerpo no le responde.

Entre los mazazos que recibe en la cabeza, logra concentrarse y, con mucha dificultad, logra llevarse una mano al cuello. Toca el ácido. Está frío y pegajoso. Coagulado. Es sangre. Sí, ese es el olor.

Se desmaya.

***

Al recobrar la consciencia, tiene la certeza de que se ha estado desmayando y volviendo en sí todo el tiempo.

A la mano que le había quedado desbarrancada en el cuello, logra llevarla a la frente y siente la electricidad del dolor cuando roza el agujero que le ha quedado más o menos en el lado opuesto de la sien por donde se disparó.

¿Tan mal lo hizo? Y sí. Medio borracho y apurado por morir, se puso la pistola en la cabeza y, antes de que la cobardía le volviera a ganar la pulseada, apretó el gatillo sin calcular bien. La bala apenas le debe de haber rozado el cerebro y, en vez de destrozárselo, le salió por la frente. Ahí es donde tiene el otro agujero.

Si estaba harto del dolor, «de su vida de mierda», se corrige, solo logró empeorársela más con el disparo, porque ahora le duele por dentro y por fuera.

Se acuerda de los testimonios de suicidas que quedaron ciegos porque la bala solo alcanzó a destrozarles los nervios ópticos o alguna parte del cerebro que se usa para ver. Ahora va a quedar ciego de por vida. Esa es la razón de la oscuridad. La de afuera, porque la que tiene adentro nunca la pudo descifrar del todo. O por tanto huirle, a esa oscuridad la perdió de vista.

Se reiría de ese último pensamiento si no fuera que está en el infierno real, el de su vida o el de su departamento.

¿Y si vienen a rescatarlo? Pero quién. El edificio está tan desierto como la manzana y su infierno.

¿Y si pide ayuda? ¿Dónde dejó el celular?

Al dolor de cabeza se le suma uno que siente por detrás de los ojos, como si una garra se los tironeara para sacárselos por la nuca.

¿Tan mal se mató que ahora sigue vivo? ¿Y cuánto le queda de vida?

«Poco», se contesta: se está desangrando. ¿Y si se le cierra la herida? En este infierno cualquier cosa es posible. Hasta estar vivo.

Piensa en que podría llegar a la ventana y terminar de quitarse el dolor de encima. Podrá estar ciego, pero del monoambiente se acuerda.

Mueve otra vez la mano y, con mucho esfuerzo y concentración, logra mover la otra, que parece de plomo. Intenta con los pies, una y otra vez, pero nada. No se mueven.

Ciego y hemipléjico. Más vale que se muera, porque no se le ocurre peor infierno.

Quiere murmurar un insulto y no le responden ni la lengua ni la boca. También se ha quedado mudo. Ni siquiera va a poder pedirle a nadie que le haga un cartel para mendigar. Un instante después, el saber que no puede articular palabra lo consuela: la cobardía no tiene chance de hacerlo gritar por ayuda. Igual, con la cuarentena, no hay nadie que lo pueda oír: las luces que vio son de otros departamentos muy lejanos.

Se le suma otro miedo: el de querer vivir, reventado como está. Entonces se le esfuma el consuelo de saber que no podría pedir ayuda. Siente que el infierno también consiste en aliviar un instante para que el siguiente duela más.

Poco a poco se está convirtiendo en un experto en infiernos. Si volviera a la vida, podría ser un referente del tema.

«Vivo», piensa, mientras siente que la sangre le sigue saliendo por los orificios que dejó la bala mal disparada. «Pero vivo».

¿Y si fuera una segunda oportunidad? Podría vivir lo que le queda de vida con otra óptica. En su ceguera, está comenzando a verla. Una vida sin desesperación dolor ni rencor. Caminar por la calle y sonreír.

«Una mierda de vida», se dice enseguida. Solo le espera ser un ente en silla de ruedas, ciego, mudo y con brazos que apenas podría mover. Un medio vegetal mecido por el viento del fracaso. Supo de uno que quedó así, abandonado por su familia en el psiquiátrico de un pueblo recóndito.

Un último pensamiento le viene a su cabeza doblemente perforada: tendría que haber seguido escribiendo. Se había amigado con la página y las palabras le fluían.

Estaba logrando confinar a su santísima trinidad de desesperación, dolor y rencor entre los cuatro lados de esa página.

Una vez que hubiera puesto el último punto, habría podido respirar. Sentir alivio, aunque fuera solo por un día… pero no. No quiso seguir viviendo un día a la vez.

¿Y el arma? Se acuerda del ruido metálico que hizo al dar contra el suelo.

Usando los brazos y el poco cuerpo que le responde, logra moverse un poco sobre la cama en la que se encuentra. Después de varios intentos, logra caer al suelo, boca abajo y sobre la pistola, que le ha quedado justo donde tiene el corazón. Ahí se tendría que haber disparado y, quizás, hasta seguiría vivo.

Acerca de Germán Maretto
Creo en lo que creo

4 Respuestas

  1. Eduardo dice:

    Es como si fuera lo que quisiera escribir; sin atreverme a hacerlo. Describir la vida desde esta óptica, tan real, y llevarla a las letras. me parece fantástico. *Felicitaciones*.

  2. Beatriz dice:

    German qué decir de este relato! Nada màs que respeto y admiración por el magico y atrapante empleo de las palabras!

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