Ernesto de la Calle

El barrio de Liniers tiene un trazado bastante particular: abundan los pasajes con nombres de flores o pájaros, algunas veces interrumpidos por calles más amplias, adornadas con imponentes plátanos.

 La curiosidad me surge cuando encuentro una diagonal: mi espíritu aventurero clama por la exploración de esas inquietantes calles oblicuas que prometen la llegada más rápida a destino. La orientación no es una de mis virtudes, la mayoría de las veces me pierdo, pero, lejos de acobardarme, la experiencia se presenta como un reto por encontrar lo antes posible el camino de regreso a casa. 

En una de mis travesías, terminé en una plaza muy concurrida; dio la casualidad de que justo era el día de la feria. Los puestos, acomodados uno al lado del otro, ofrecían verduras y frutas dispuestas prolijamente, aceites de los más variados orígenes, productos medicinales que desafiaban a la misma muerte (así anunciaba el cartel de venta) y pescados de diferentes tamaños «recién sacados del mar», según le decía el vendedor a un cliente no muy convencido de comprar.

El murmullo de los transeúntes, la arenga de los puesteros y el parloteo incesante de las cotorras que atestaban los árboles apuraron mis pasos hacia el lado opuesto de la plaza. Los incómodos sonidos se fueron apagando y delante de mí se ofrecía, gustosa, una vereda desierta solo interrumpida por un joven cartonero. Hubiera sido uno más entre los tantos que abundan en Buenos Aires, pero la singularidad era que, mientras acomodaba su carro cerca del cordón de la vereda, en voz alta recitaba una poesía. Me senté en uno de los bancos de la plaza observándolo sin observar (eso nos ocurre cuando estamos pensando en otra cosa), pues los versos me resultaban conocidos y se me había antojado recordar el nombre del autor.

De pronto, suspendió el recitado justo en el momento en que dije: «¡Pero claro! No podía ser otro más que Ernesto Cardenal». Me sentí sorprendido por la vitalidad de mi memoria (esto no ocurre con frecuencia), y se lo debía al joven cartonero. Agradecido, decidí honrarlo con el apodo de Ernesto.

Volví a fijar la vista en él; esta vez, con genuina atención. Su rostro estaba lleno de granos y, donde no los había, las marcas de su antigua existencia habían dejado su huella. El pelo lacio y oscuro apenas se veía debajo de una gorra agujereada. Lejos de interesarse en mí, se dirigió al contenedor de basura, abrió la tapa y observó el interior. Sus ojos rasgados parecían clavados en un sector en especial y su rostro pasó de la seriedad a la alegría. En un instante trepó el contenedor hasta tener la mitad de su cuerpo dentro, de tal manera que sus pies no tocaban la vereda.

Sin duda, había descubierto alguna pieza costosa. Estaba intrigado por ver su valioso tesoro, quizás una alhaja o, en el mejor de los casos, dinero. Miré anhelante cuando salió a cielo abierto con una bolsa de nailon que abrió con sumo cuidado. Fue grande mi decepción: la tal valorada alhaja se reducía a una caja de pizza con algunas porciones.

 Corrió a su carro  para revolver y revolver entre los cartones, botellas de vidrio y vaya a saber cuánto desperdicio más que tenía allí atesorado. Al fin encontró una toalla deshilachada con la que se limpió las manos mugrientas, se sentó en el cordón de la vereda y comenzó a engullir cada porción en dos bocados. De tanto en tanto, abría la boca para inhalar profundamente y continuar deglutiendo. No recordaba haber visto comer de esa manera tan desesperada, pero, a decir verdad, las personas de mi entorno no padecían semejantes privaciones.

Una vez concluido su almuerzo, se dedicó a ordenar los cartones que tenía en el carro y, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, comenzó a recitar otra poesía. Al escucharla, sentí la emoción en la garganta y el pecho, pues alguna vez la dejé olvidada intencionalmente en el escritorio de la profesora Estela. Eran las ocurrencias de un enamorado alumno que ni siquiera se atrevía a sostenerle la mirada.

Gracias a Ernesto pude volver a recorrer gratos momentos de mi vida. Me preguntaba cuáles habían sido las situaciones que lo habían llevado a la condición de pobreza extrema. Fantaseé con una casa de ladrillos a medio terminar porque su padre, con la ayuda de los hijos, la construía los fines de semana. Tanto esfuerzo tenía su recompensa en especies y consistía en sustanciosos almuerzos con mesas largas, aturdidas con el barullo de los más pequeños o con las peleas entre los hermanos mayores, que se serenaban bajo la mirada severa del padre. Las sonrisas volvían cuando veían llegar a la madre presentando, orgullosa, la humeante cacerola en el medio de la mesa. 

Estoy convencido de que, durante esa época, Ernesto pudo ir a la escuela hasta  la secundaria. Luego el infortunio: tal vez, de improviso, el padre fuera despedido de la fábrica (porque seguro trabajaba en una fábrica); ante esta fatalidad, el padre habría resuelto comenzar de nuevo, pero los años habían pasado muy rápido para él y ya no tenía lugar en el mundo laboral.

Me figuraba la desesperación de la familia intentando todas las formas posibles para salir de la miseria; acaso alguna changa, que casi con certeza no tenía continuidad y cuya remuneración era miserable. En esas circunstancias, estaba seguro de que Ernesto, acorralado por la impotencia y las tripas vacías, había tomado la decisión de abandonar sus estudios y revolver la basura, hundirse en la suciedad con la amenaza constante de la ignorancia que ambicionaba devorarlo. Tal vez la repetición de las estrofas aprendidas en la escuela haya sido el escudo necesario para defender el recuerdo de otro tiempo más justo, más humano.

Su voz me devolvió a la realidad. Ya no recitaba poesías: en mi ensoñación no percibí que había trepado una vez más al contenedor, del cual luego salió y ahora decía, contento: «Cuando la Ale vea lo que encontré, se va a poner como loca». El objeto descubierto era un bolso bastante limpio con ropa de bebé en perfectas condiciones. Sus manos se preocuparon por evitar manchar las pequeñas prendas, que fueron guardadas otra vez en el bolso, al que luego depositó en el carro.

Para mi pesar, su trabajo había concluido porque se aferró fuerte a los dos palos que sirven para enganchar los caballos. A falta de ellos, debía tirar él mismo. Fue un esfuerzo formidable, pues su valiosa carga era abundante. Agachó la cabeza y prosiguió su camino.

Alguien se acercó a mí y, sin presentarse, me dijo:

—Señor, ¿vio a ese villero? Mire lo que hizo, revolvió la basura. ¡Qué mugre! No tendrían que dejarlos entrar a la ciudad.

Lo miré con tristeza y apenas pude responderle.

—No, todo lo contrario. No me molesta.

Pero al señor, le importó poco mi respuesta, pues continuó con su discurso aleccionador:

—Tenga cuidado, no se deje engañar: se muestran casi como nosotros y después terminan pidiéndole plata o, como hacen casi siempre, le roban a uno lo poco que tiene. Habría que prenderles fuego a todas las villas. Es lo que se merecen.

Ese pensamiento me produjo repulsión. Indignado y tratando de medir las palabras para no insultarlo, le respondí:

—Si usted es capaz de matar a personas por su condición humilde, la verdad estamos perdidos y cada vez más animales, con perdón de los animales.

Lo dejé hablando solo, no quería ser partícipe de esa indeseable conversación, y preferí mirar por última vez a Ernesto, que se dirigía a la próxima diagonal, esas calles oblicuas que prometen la llegada más rápida a destino.

8 Respuestas

  1. Mariela dice:

    Excelente relato.. totalmente descriptivo
    ..pude ver a Ernesto y en él otros Ernesto que recorren cada día las calles para llevar un pan a la mesa…una realidad que tristemente vemos todos los días.la de él y la del otro lado que desean borrarlos de su vista

  2. Noemi dice:

    Destaco en este cuento la sensibilidad de la escritora. Describe una realidad que algunos no quieren ver o comprender siquiera las circunstancias que llevaron al personaje a vivir de esa manera. Y a otros a reflexionar sobre este mundo tan desigual..Excelente Leticia.!!!!

  3. Leti dice:

    Gracias Stella. Me alegra que este también te haya gustado. Es muy real todo lo que describo porque el personaje existió como así también las sitiaciones. Miles de besos y gracias por tomarte el trabajo de leer mis cuentos.

  4. Stella dice:

    Muy lindo tu cuento y muy Real. Muy bueno el mensaje. Hay muchos Ernesto que la gente ignora

  5. María dice:

    Excelente el relato lamentable es muy triste la pobreza pero hay persona tan inhumanas que tienen ese pensamiento ,excelente relato Leti felucitaciones

    • María Leticia Durán dice:

      Gracias Maria. Muy atenta por tomarte el trabajo de leerme. Es la realidad pero debemos tener esperanza, no debemos perderla, para ser mejores, para ser humanos. Te vuelvo a agradecer y te mando un beso gigante.

  6. María Leticia Durán dice:

    Gracias Diana. Muy atenta. Si es la realidad, hasta las bolsas de nailon. Si viviste en Buenos Aires, habrás guardado comida en ellas. Miles de besos para lis cordobeses de Villa Rumipal

  7. Diana Muñoz dice:

    breve descripción real!!! muy buena!!!

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