La lección de Literatura

—¡Pleonasmo! —sentenció la de Literatura—. ¡Esto es clara y redondamente un pleonasmo!

—¿Un pleo qué? —pregunté incrédulo, convencido de estar escuchando ese término por primera vez en mi vida.

—Pleonasmo alummmno. —Y extendió la m de la palabra alumno como cada vez que quería enfatizar un error en alguno de sus estudiantes—. Es una redundancia; la utilización innecesaria de palabras que no añaden nada nuevo a la idea que desea transmitir. Lo sabría si hubiese prestado atención en clase.

—¿Le parece? —intenté defenderme, aunque sabía que la pelea estaba perdida antes de comenzar.

—¡A ver! —chilló y, tras hacer un par de aspiraciones con su inhalador para el asma, comenzó a leer mi trabajo, asegurándose de emplear su tono más irónico—: «Aun a riesgo de quedar expuesto al fuego cruzado, el teniente Smith avanzó ciego hacia adelante, en un intento desesperado de penetrar las líneas enemigas». Dígame, Azconzábal: ¿de qué otra manera podría avanzar el pobre teniente Smith si no fuera hacia adelante?

—Bueno… —balbuceé—. Es que…

—Es retórica, Azconzába; la pregunta es retórica. ¡Tiene un uno! —escupió, y literalmente algunas gotas de saliva se estrellaron contra mi rostro, junto con la primera sílaba de mi flamante aplazo.

Está claro que la profesora Amuchástegui no encabezaba ninguna lista de popularidad dentro del cuerpo docente de mi colegio, pero, además, conmigo tenía una cuestión especial. Por alguna razón que escapaba a mi conocimiento, sentía una aversión hacia mi persona que manifestaba de manera muy clara en su trato, y más aún en sus calificaciones. Gracias a ella había reprobado el tercer año del bachillerato, y a punto estaba de volver a hacerlo, a juzgar por el resultado de los últimos exámenes.

—¿Va a haber recuperatorio? —pregunté apenas asomando la cabeza por sobre el cuerpo de mi compañero de adelante, pero las llamas que brotaron de sus ojos, atravesaron esos enormes culos de botella y chamuscaron mi corazón me hicieron desistir del intento.

Esa misma tarde a la salida de la clase de Educación Física, fue el colorado Giménez el que lanzó la bomba.

—Che, ¿saben quién viene con nosotros al viaje a Córdoba?

—¿Quién? —pregunté, temiendo lo peor.

—¡La Amuchástegui! —contestó el Colo—. Ja, ¿se imaginan? Le vamos a tener que soplar el quetejedi a la vieja.

Todos estallaron en risas excepto yo, que quedé allí estático, mudo, como si de pronto toda la sangre de mi cuerpo se hubiera congelado. Había esperado ese viaje todo el semestre. En mi condición de repitente, atesoraba la experiencia adquirida el año anterior, por lo que sabía perfectamente que esa excursión de tres días, lejos de nuestras familias, representaba la máxima expresión de libertad a la que cualquier adolescente podía aspirar. Y la profesora Amuchástegui iba a arruinármela. Estaba absolutamente convencido de que solo se había anotado con el objetivo de joderme la existencia.

El viaje de ida no fue tan malo. No bien me percaté de que se había acomodado en uno de los primeros asientos, hui hacia el fondo y me atornillé a la luneta trasera del ómnibus. De hecho, solo nos cruzamos las veces que la profesora iba al baño, que fueron como unas diecisiete. Sospecho que solo era una excusa para vigilarme, ya que nadie puede tener la vejiga tan pequeña. De todas maneras, cada vez que la veía venir, me hacía el dormido.

El primer encontronazo lo tuve en el hotel. Luego de las actividades del primer día, nos quedaron un par de horas libres antes de la cena, por lo que decidimos organizar un picadito en los pasillos usando una almohada como pelota. Del encuentro participaron absolutamente todos los varones, excepto el Gordo Balquinta, que nunca se prendía; pero al único que denunció la Amuchástegui cuando se topó con el barullo fue a mí. Jamás en mi vida he sido buchón, por lo que me comí solito el castigo, sin delatar a nadie. Inmediatamente, me ordenaron sacar mis pertenencias de la habitación y esa noche terminé durmiendo en la del celador, bajo amenaza de llamar a mis padres si algún otro incidente de ese tipo volvía a ocurrir.

Si aquella noche fue un infierno, el día siguiente pintaba para caldearse un poco más. Ya desde el desayuno, la Amuchástegui se me pegó a la espalda como un stopper y me siguió a sol y sombra durante toda la mañana. Si hasta tuve que fijarme si no estaba detrás de mí en el momento que paramos para ir al baño.

Lejos estuvo de cesar su hostigamiento durante la tarde. Para colmo, en un pasaje de nuestra recorrida por el museo dije, pensando que estaba lejos:

—Ojalá que a la Amuchástegui la dejen encerrada a acá.

Evidentemente erré el cálculo porque a los dos segundos la tenía al lado mío hecha una furia y prometiendo los más terribles castigos tan pronto llegáramos al hotel.

La última actividad que teníamos programada para esa jornada era una visita a la localidad de Los Cocos para recorrer su famoso laberinto. Llegamos con cierto retraso, por lo que nos indicaron que dejáramos todas las cosas dentro del micro y nos apuráramos a hacer la travesía antes de que cerraran.

Recuerdo que fue el momento más feliz del viaje. Conocedor como era del recorrido, no me fue difícil alejarme de mi sombra negra y perderla entre los ligustros, desesperada por darme alcance. Para cuando el grueso del contingente terminó el recorrido, ya empezaba a oscurecer. Esperé que todos se retiraran y me quedé último sobre el puente de salida para sacarme una selfie con el complejo de fondo y el sol que se ocultaba tras la línea del horizonte. A punto estaba de marcharme, cuando una especie de gemido apenas perceptible me detuvo en seco.

—Azconzábal —alcancé a escuchar con un hilo de voz. Era la profesora Amuchástegui, que me miraba desde el fondo del laberinto; sus ojos parecían desorbitados y se tomaba el pecho con ambas manos. En aquel momento comprendí que su inhalador debía de haber quedado dentro en el micro, junto con las pertenencias de los demás.

—Por favor —me suplicó—, ¿hacia dónde debo avanzar?

Supongo que fue la exacta sucesión de esas palabras la que sellaron su destino. Tal vez si la pregunta hubiera sido otra, o si lo hubiera dicho de otra manera, ni siquiera se me hubiera ocurrido reaccionar de esa forma. Lo cierto es que en ese instante sentí que todo el sufrimiento padecido a lo largo del último año tan solo había sido una preparación destinada a contestar aquella pregunta:

—Hacia adelante, profesora —le grité—. ¿Hacia que otro lado podría avanzar si no hacia adelante?

El resto del grupo recién se percató de la ausencia de la profesora de Literatura alrededor de las 21 h, cuando el celador cayó en la cuenta de que no la había visto durante el transcurso de la cena. Un par de horas más pasaron hasta que se decidió hacer la denuncia policial y se organizó el operativo de búsqueda. Cerca de las 23:30 h, un par de oficiales se presentó en el hotel para informar que la habían encontrado en el laberinto, muerta, a unos diez metros del lugar donde yo la había visto por última vez.

Nunca más volvimos a hablar del tema con mis excompañeros de colegio. En lo personal, le he dado miles de vueltas a la cuestión y, a pesar del tiempo pasado, juro que al día de hoy sigo sin entender del todo ese asunto de los pleonasmos.

6 Respuestas

  1. Marcos dice:

    Qué buena historia!!

  2. Maria De Alberti dice:

    ¡Impresionante el giro! Verdaderamente me sorprendió… Un desenlace inesperado por lo extremo. ¡Cuánta rabia contenida! Me estremece porque es tan real, tan posible… En solo un instante, sellar el destino…
    ¡Felicitaciones Callefarm!

  3. Jonathan Toledo dice:

    Genial, lo disfruté mucho, bastante tragicómico.

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