Libre

El aroma áspero del café recalentado y el tocino frito me transportan a la mañana en que vi por primera vez a Kenny G. Mi amo, el señor Mackenzie, me había llevado como asistente a la plantación de algodón de los Brown, para quienes solía realizar algunos trabajos de poca monta. El amo Mackenzie era un irlandés arribado a Virginia durante la primera década del siglo XIX que, a fuerza de trabajo duro, había logrado montar una pequeña empresa de construcción en la cual yo solía trabajar ocupándome de las tareas más pesadas.

En aquella ocasión el amo Brown había encomendado la construcción de un nuevo granero, razón por la cual nos instalamos en la plantación durante un par de semanas. Mi amo ocupó un pequeño cuarto alejado unos doscientos metros del casco principal, al tiempo que yo me acomodé unos veinte metros más allá, al abrigo de unos pequeños arbustos. Cada mañana, apenas el sol teñía de rubor las palmas, el amo Mackenzie se trepaba a la escalera y clavaba una a una las vigas que yo arrastraba a lo largo de cien metros y elevaba sobre mis hombros apenas con la ayuda de una soga de cáñamo.

Aquella mañana habíamos hecho una pausa en el trabajo para que el amo desayunara cuando unos ladridos de perros que provenían del monte, seguidos de gritos y risotadas, atrajeron nuestra atención. Los canes fueron los primeros en ser regurgitados de la verde espesura. Tras ellos, dos hombres blancos, ataviados con botas de cuero que les llegaban casi hasta las rodillas, pantalones y camisas de algodón y sombreros de ala ancha, surgieron arrastrando de una soga a un individuo negro apenas cubierto por los restos de un pantalón del que solo quedaban harapos.

—¡Ey, Kenny G.! —dijo el amo Brown saliendo a recibirlo—. Parece que aún no aprendes, ¿no?

Uno de los hombres tomó al negro del cabello y tiró su cabeza hacia atrás para que el amo Brown pudiera verlo bien. Recuerdo que lo que me impactó de aquella masa sanguinolenta en la que se había convertido su rostro fue el fuego; un fuego que permanecía vivo en sus ojos semicerrados, desafiando la mirada del amo a pesar de la feroz golpiza recibida.

—¡Veinte latigazos! —ordenó el amo Brown.

Los dos hombres arrastraron al negro unos veinte metros y lo obligaron a abrazar el tronco de un viejo arce. Mientras uno de ellos le ataba las manos, el otro se quitó el sombrero e hizo chistar dos veces su látigo en el aire. El sonido tan odiado heló mi sangre e instintivamente llevé la mano hacia mi espalda, donde antiguas cicatrices escribían también su historia, con otros látigos y otros sufrimientos.

El siguiente chasquido ya no sonó vacío y vino acompañado de un jirón de piel y un tributo de sangre que dibujó sobre la tierra reseca un trazo indeleble de dolor. Tras el vigésimo ultraje, su lomo quedó reducido a un infame mapa de sangre, cuyos caminos se perdían en la carne profunda. Jamás escuché de sus labios un quejido.

Cuando se completó la faena, el amo Brown se metió a la casa como si nada hubiera pasado y los dos hombres se marcharon, dejando al pobre infeliz atado al árbol. Desde mi lugar pude ver cómo el sol del mediodía se ensañaba con él dándole de lleno sobre la espalda deshecha hasta entrada la tarde.

Recién cuando el amo Mackenzie dio por finalizada la jornada, pude acercarme y, a riesgo de ser reprendido, volqué sobre sus labios agrietados un cuenco de agua que bebió con avidez. Él no emitió una sola palabra; solo se limitó a lanzarme una mirada de animal acorralado, en la cual, sin embargo, alcancé a percibir un destello de algo parecido al agradecimiento.

Durante los siguientes días, no volví a verlo. Alcancé a escuchar que cerca de la medianoche el amo Brown había ordenado desatarlo y tirarlo dentro de una celda a la espera de que se recuperara por sus propios medios o muriera.

Pasados unos tres meses, mi amo fue llamado nuevamente de la finca de los Brown para construir un galpón del doble de las dimensiones del anterior. Estábamos descargando las vigas y el resto de los materiales de construcción cuando me percaté de que en el viejo arce estaba nuevamente atado Kenny G., sentado y sujetado con las manos detrás de sus espaldas.

—¿Qué hizo esta vez? —preguntó el amo Mackenzie a un par de negros que nos ayudaban en la tarea.

—Intentó nuevamente escapar, por supuesto —contestó uno—. Hace ya cuatro días que lo tienen allí.

Esperé a que cayera la tarde y, al abrigo de oscuridad, me acerqué nuevamente con un cuenco de agua. «Está muerto», pensé al ver que no se movía, ni aun con el ruido de mis pasos sobre las hojas secas. Levanté su cabeza y e intenté darle de beber. Recién entonces me miró a través de las moradas rendijas que los golpes habían dejado abiertas.

—¿Acaso eres estúpido? —le pregunté.

Aparentemente, intentó responder con una sonrisa, aunque su rostro estaba tan deformado por los golpes que aquello no pasó de ser más que una mueca grotesca. Durante los siguientes días, fui a verlo en repetidas ocasiones, y siempre que podía le llevaba agua y algún trozo de alimento que lograba rapiñar por allí. Al parecer nadie más se ocupaba de él.

—¿Conoces la libertad? —me preguntó una tarde, de la nada.

—¡Claro que sí! —le contesté—. Bueno, no siempre gocé de ella. Nací en una finca, en Luisiana, y, al igual que tú, conocí de castigos e injusticias. El amo Owen, mi primer amo, me castigaba por cualquier razón; incluso lo hacía sin ella. Pero todo cambió con el amo Mackenzie. Con él me siento libre: casi nunca me castiga, permite que lo ayude en el trabajo, me alimenta bien y…

—¡Pobre tonto! —me interrumpió.

—¿Cómo dices?

—No tienes ni idea de lo que es la libertad.

Me quedé mirándolo perplejo, ¡qué descaro! Aquel pobre infeliz, atado a un árbol y casi muerto de hambre, intentaba darme a mí una lección de vida. Giré sobre mis talones dispuesto a marcharme.

—Allá en la jungla —prosiguió— estaba mi hogar; allí la libertad podía respirarse. No necesitaba permiso para ir donde quisiera, ni existían los castigos ni las privaciones. Allá en la jungla, yo era mi propio amo.

—¡Negro estúpido! —le grité, volviéndome ofuscado—. ¡Mírate! ¿Acaso vale la pena morir por eso?

En aquel momento no me fue posible entender por qué, pero Kenny G. no se dignó a contestarme.

Durante el resto de la primavera, nos instalamos en la plantación a los efectos de terminar con la construcción. Mi relación con Kenny G. se fue haciendo más fluida, al punto de que cada noche, cuando los amos se olvidaban de nosotros, nos sentábamos bajo el viejo arce y sosteníamos interminables charlas hasta quedarnos dormidos. Mi compañía parecía aplacarlo, dado que durante todo ese tiempo prescindió de cualquier nuevo intento de escape, aunque las alusiones a su vida pasada y a sus anhelos de libertad eran una constante en sus conversaciones.

—Mira esas estrellas —me decía tendido boca arriba sobre la hierba—, se parecen mucho a las que solía mirar allá, en mi hogar.

La paz, cuando está en pugna con la naturaleza humana, suele durar poco tiempo. Una noche de aquellas, lo encontré de pie junto al árbol, caminando nervioso de un lado a otro.

—Sé cómo escapar —disparó sin preámbulos. Mi mirada represora no pareció intimidarlo, dado que inmediatamente agregó—: Necesito tu ayuda.

—¡¿Mi ayuda?! —exclamé incrédulo—. ¡Estás loco! ¡¿Acaso quieres que me despellejen por ti?!

—Eres ayudante de un constructor —intentó calmarme—. Solo necesito que hagas una caja para mí.

—¿Una caja?

—Así es —afirmó Kenny G. mostrando su enorme sonrisa de dientes blancos.

Me explicó excitado que su increíble plan consistía en meterse dentro de la caja y ser enviado, como una especie de encomienda humana, hasta algún sitio en el estado de Pensilvania, lugar donde pregonaban la abolición de la esclavitud. Cuando le pregunté a qué domicilio supuestamente debía dirigirse la encomienda, se encogió de hombros y dijo:

—Eso no importa. No bien la caja toque el suelo de Pensilvania, no volverán a saber de mí.

—¡Ja! —estallé perplejo—. ¡Es el plan más estúpido que escuché en mi vida! Aun suponiendo que cada tonto detalle se cumpliera, ¡deben de ser casi dos días de viaje! ¡Morirás asfixiado, o tal vez aplastado, o…!

Kenny G. ni siquiera me escuchaba. Arrastró su pie por el suelo y, sobre la tierra lisa, dibujó con una rama un pequeño rectángulo de unos 5 pulgadas de largo por dos de ancho. Luego, con la simpleza de un niño, marcó dos pequeños puntos en la zona donde supuestamente iría su cabeza.

—¡Así! —sentenció remarcando los dos virtuales orificios con el extremo de la rama—. Así sobreviviré.

Me es difícil recordar a la distancia si en aquella ocasión llegué a contestarle o simplemente me alejé de allí, dejándolo solo con sus delirios a cuesta.

La tarde en que por fin terminamos la construcción, el amo Mackenzie me ordenó juntar las herramientas y los materiales sobrantes. En eso estaba cuando vi a Kenny G. retornando del algodonal junto al grueso del grupo.

—El veintiséis es el día —me susurró al pasar a mi lado.

—¿El día? —pregunté.

—El veintiséis por la noche, habrá fiesta en la casa. No me será difícil escabullirme. Solo espérame con la caja lista.

Durante los siguientes días, intenté olvidar el asunto, pero, conforme se acercaba la fecha, una especie de remordimiento comenzó a hostigarme. Si aquel negro estaba dispuesto a arriesgar el pellejo en tan estúpida empresa, lo menos que podía hacer por él era apoyarlo en el intento.

Con las maderas que pude hurtar a mi amo, construí el cajón, teniendo especial cuidado en disimular entre las vetas los dos orificios que me había precisado. Forré el espaldar con el trozo de tejido más blando que hallé y arreglé en la estafeta postal el envío de la encomienda, especificando que en la madrugada del veintisiete encontrarían el cajón en la puerta de la oficina. Para pagar el servicio, me vi obligado a entregar un reloj que años atrás había sido olvidado por un cliente del amo Mackenzie que convenientemente había ido a parar a mis manos.

El veintiséis por la mañana, aprovechando la carreta con que el amo Mackenzie me había enviado de compras al pueblo, transporté el cajón y lo oculté con ramas en un callejón, a unos cincuenta metros de la oficina postal. Kenny G. solo debería, en caso de poder llegar hasta allí, arrastrar el cajón los cincuenta metros, introducirse en él y asegurar la tapa por dentro. Esa noche oré por su alma.

Aún no puedo explicar por qué me causó sorpresa encontrar, a la mañana siguiente, el cajón exactamente en el sitio donde lo había dejado. Al fin y al cabo, desde un principio sabía que el plan era por demás estúpido y que el infeliz acabaría siendo descubierto y despellejado nuevamente junto al viejo arce. Más sencillo es entender la congoja que invadió mi corazón cuando, dos días después, me enteré de la verdadera razón por la cual jamás llegó al lugar de encuentro: la mañana del veintiséis, cuando el grupo se ponía en marcha para la plantación de algodón, encontraron a Kenny G. muerto, tumbado junto al árbol como si se hubiera quedado dormido.

A veces pienso que el destino jugó todo el tiempo con él, guardando para el final su carta más cruel, aunque prefiero creer que fue Kenny G. quien definitivamente ganó la partida al encontrar su única vía posible de escape hacia la tan ansiada libertad.

El traqueteo constante del tren, durante tantas horas, se siente en los huesos. Acaba de amanecer; lo sé porque el aroma del café quemado y el tocino frito me llega nítido a través de los orificios en la madera. De acuerdo con mis cálculos, el cajón tocará suelo en Pensilvania dentro de un par de horas. Creo que sería un lindo detalle enviarle una postal al amo Mackenzie.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Contenido exclusivo para quienes pertenecen a nuestros talleres.