Guaqui

Suena el clarinete. El enemigo ya está aquí, en la fría madrugada del 20 de junio de 1811. Ha llegado el tiempo de prepararme. Busco mi fusil y me reporto a la espera de las órdenes.

La incertidumbre me acompaña momentos antes de la batalla que sostendremos entre los cerros de Guaqui,  cerca del río Desaguadero y de un inmenso lago que los lugareños denominan Titicaca, aunque muy a mi pesar, tan lejos de Dolores, mi único amor.

Los cerros grises aparecen borrosos por el viento, que no ceja en su empeño de levantar el pedregullo del camino. Este cielo desgarrado en azules nos ha acompañado en el derrotero. Desde lo alto veo la primera avanzada de nuestro ejército siendo diezmada, al tiempo que la caballería parte en su auxilio. El implacable viento levanta el denso polvo que todo lo oculta; solo se escucha el estruendo de los cañones realistas. Nuestro comandante, Antonio González Balcarce, furioso, nos ordena el ataque.

Mi nombre es Lucio Montes, nací a los veintiséis días del mes de agosto de 1790 en Santa María de los Buenos Ayres, capital del Virreinato del Río de la Plata. Movido por la comezón de la libertad, integré la Legión Infernal, comandada por Antonio Berutti y Domingo French. ¡Éramos tan apasionados! Nos oponíamos a la divinidad de un hombre investido como rey que olvidaba al pueblo. ¡Tamaña injusticia! El recuerdo de aquellos días crispa mis manos. El 25 de mayo de 1810, los infernales hicimos rondas en la plaza para impedir el paso de los señorones españoles. A punta de cuchillo, exigimos la formación de la Primera Junta.

Y así fue como me alisté en el ejército de la revolución. Enfrenté el repudio de mi padre español y vi a mi madre que, acongojada por mi decisión, solo atinaba a llorar. Dolores tampoco comprendía, ella que era mi amor, mi todo. engo tan presente la imagen de aquel día en que vi sus ojos negros, brillosos por las lágrimas, tratando de sobreponerse a tanto desencanto. Temblorosa, me dijo:

—Yo también creo en la revolución, que es el sueño de los dos, pero esta decisión suya de irse a combatir tan lejos me desespera. ¿Y si lo hieren? No podré estar a su lado, me duele el corazón con solo pensarlo. Si me amara, evitaría provocarme este disgusto.

—Dolores, porque la amo demasiado parto en busca de un futuro para los dos, para los que vendrán. No puedo irme dejándola en este estado. Entiéndame: si usted no lo hace, ¿para qué luchar? La revolución es lo que me alienta e inquieta y por ella desvivo. ¡Usted es parte de la  revolución!

—Es que lo amo más que a la propia causa. No puedo pedirle que se quede, pero, si me diera el gusto de llevar esta medalla, será su talismán en el combate y así podrá recordarme.

Besé sus labios y la dejé llorando en la puerta de su casa, con el alma empequeñecida por causarle tanto dolor.

Salimos el 14 de junio de 1810 para combatir a la contrarrevolución que había estallado en la intendencia de Córdoba del Tucumán. La travesía fue a marcha forzada y sin grandes inconvenientes, pues el ejército rebelde se desbandaba a nuestro paso. Pronto los cabecillas quedaron solos en sus intenciones. Entre ellos, estaba Santiago de Liniers, el héroe de las invasiones inglesas que, según las órdenes, debía ser fusilado.  

Fui testigo de ese suceso ocurrido el mismo día de mi onomástico, el 26 de agosto de 1810, allá en el Monte de los Papagayos. Sentí respeto por el viejo: rechazó el pañuelo para taparse los ojos. Me sentí miserable cuando lo vi caer frente al pelotón y más miserable al comprobar que aún vivía. French estaba a mi lado. Me conocía muy bien y dijo estas palabras premonitorias:

—La libertad se te mete en los poros, Lucio, revuelve la sangre y se mezcla con ella para seguir la vía directa al corazón. —Miró detenidamente a Liniers y continuó—: Desde allí gobierna todos los órganos. Los ideales bullen en el pecho, revolviéndose y revolviendo el cuerpo, ávido de acción.

Después, con una frialdad portentosa, le disparó un tiro en la sien. Furioso, quise gritarle «asesino». Se dio cuenta de mi estado y siguió:

—Lucio, estas eran nuestras órdenes; el viejo se interponía en el camino de la libertad.

A decir verdad, el fusilamiento había hecho mella en mí. Sentía una incomodidad constante que tuve en la garganta; apenas si podía pronunciar palabra, y se lo adjudiqué al polvo del camino, ese pedregullo endemoniado que se levantaba de pronto y tomaba formas audaces. ¿Acaso delineaba la figura de Liniers agonizando en el Monte de los Papagayos? Era mirar el cielo desoladamente azul, interrumpido de tanto en tanto por las nubes blancas, y descubrir en ellas sus ojos abiertos, contorneados con el halo de la tristeza. La imagen de sus últimos momentos me acompañaba en el paisaje durante el día y en mis sueños por la noche.

Seguimos rumbo hacia el Alto Perú, enfrentamos a los realistas y conocimos la amargura de la derrota. Solo la victoria de Suipacha alentó nuestras esperanzas.

Hoy, en la fría madrugada del 20 de junio de 1811, los cerros de Guaqui son testigos de la batalla que castiga a nuestro ejército. Tengo la garganta seca, pero el ánimo intacto. Los ideales de libertad se apoderan de mí y tomo la iniciativa. Me abro paso a punta de bayoneta, el talismán de Dolores golpea mi pecho y, frenético, avanzo matando realistas. A eso he venido, por la gran causa.

De improviso, un dolor intolerable en el pecho me derriba. Quiero levantarme, pero no puedo; quiero tomar mi fusil, pero no tengo fuerzas. A mí alrededor escucho las voces enérgicas, los gritos desolados, los llantos eternos. Alguien se detiene junto a mí. ¿Es de los nuestros? Estoy herido. Este maldito polvo no me deja ver, esta maldita tierra parece tragarme y creo que me engulle, que me voy a morir aquí. Entonces escucho una voz que dice:

—Lucio, los ideales bullen en el pecho, revolviéndose y revolviendo el cuerpo, ávido de acción.

El polvo se disipa: es el fantasma de Liniers que, sin titubear, me raja un tiro en la sien.

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