El oso

          La columna de humo proveniente de la chimenea ascendía mansa hasta perderse por encima de las copas más altas. En el interior de la cabaña, el aroma a guisado saturaba el ambiente de un entrañable clima de hogar. El cazador revolvió una vez más dentro de la olla de hierro, probó directamente del cucharón y retiró definitivamente el trasto del fuego, para luego servir, con una delicadeza extraña para su rusticidad, los dos platos que esperaban pacientes sobre la mesa.

          Una especie de sonrisa se dibujó en el rostro del niño al recibir el preciado manjar. Tendría no más de cinco años, y la dureza del clima severo y la vida sufrida tatuada en sus gestos. Comieron en silencio, cada uno absorto en su propio universo.

          El niño levantó y lavó escasamente los utensilios, al tiempo que su padre agregaba un par de leños al hogar.

          —Descansa, hijo —le dijo mientras encendía su pipa—. Salimos temprano.

          El pequeño se tumbó en un catre y se sumergió bajo una parva de pesadas pieles. 

          Tirado en la vieja poltrona, el hombre exhaló una interminable bocanada de humo y se dejó arrastrar  por el entramado vago de su memoria. El viejo y recurrente recuerdo no tardó mucho en llegar: el gruñido aterrador que helaba la sangre, enmascarado por el alarido, mucho más espantoso aún, de su padre; el horror de las vísceras queridas esparcidas entre las rocas; la figura imponente de la bestia escabulléndose entre los árboles, con un ojo completamente destrozado por el filo del cuchillo.

          Llenó el cacharro de lata de un mortal aguardiente que bebió de un trago e intentó en vano alejar al odiado oso gris de su memoria. Finalmente, se quedó dormido.

          Las primeras luces del día encontraron a padre e hijo en plena marcha con destino al bosque. Sobre sus abrigos de pieles, portaban los aparejos de caza, las provisiones mínimas para un par de días, una tienda rústica de campaña y las armas listas para disparar. El cazador arrancó un puñado de pasto seco, que lanzó al aire, y decidió seguir camino hacia el norte, remontando el arroyo. A su paso montaron líneas de pesca, esperando atrapar alguna trucha que les sirviera de almuerzo y, con el agua a la cintura, atravesaron el canal con un par de redes estratégicamente ubicadas.

          Siguieron avanzando por el claro que conducía a la alameda. De vez en cuando, el hombre dejaba al niño dispararle a alguna ardilla, no por la importancia de la presa, sino para generar en el pequeño la empatía que no lograba con las palabras.

          Cerca del mediodía escogieron un lugar para armar la tienda y prepararon el terreno para montar su campamento. Mientras el niño recorría las inmediaciones juntando ramas secas para la hoguera, el cazador despellejó un par de cuises y un pequeño castor que, junto con una lata de garbanzos y unas cebollas, terminaron alimentando la vieja olla de hierro.

          Tras el almuerzo, ambos se abocaron a la tarea de armar las trampas. Comenzaron con los lazos para las liebres y las perdices; luego cavaron unos pozos profundos y los taparon con ramas y hojas, a la espera de atrapar algún jabalí; y más tarde montaron los cepos pequeños, destinados a los zorros y a algún otro animal de no mucho porte.

          Para el final, el cazador dejó lo único que realmente le importaba y le daba sentido a su sacrificada vida: a unos ochocientos metros del campamento, contra el viejo peñón, montó las trampas para osos. Durante los últimos meses, habían llegado a sus oídos rumores de otros cazadores que se habían topado en esa zona con un enorme oso gris, con una terrible cicatriz en el lugar donde debería estar su ojo izquierdo. «Su» oso. También escuchó que ninguno había logrado darle caza, e incluso uno de ellos apenas había logrado escapar con vida, ante la embestida de lo que describía como «una criatura del demonio». Desde entonces, no había pasado una sola noche en que la bestia no se presentara en sus sueños para rememorarle los horrores del pasado, ni el deseo de acabar con su miserable vida había dejado de impregnar cada minúsculo resquicio de sus pensamientos.

          La noche al fin abrió sus fauces. Un murmullo creciente comenzó a descender desde cada rincón del bosque, hasta envolver completamente las dos almas en un estruendo ensordecedor de bramidos, ululares y siseos. El rostro del niño, iluminado por el fuego, se contrajo de miedo al ser sorprendido por un aullido que rasgó la oscuridad, unos metros detrás de él.

          —Son lobos —dijo su padre—. Solo asegúrate de mantener vivas las llamas mientras yo voy a revisar las trampas.

          El cazador se perdió en la espesura, dejando a su hijo solo, con sus miedos a cuesta. Partió premeditadamente en dirección al peñón, repasando cada señuelo e inspeccionando cada aparejo con la secreta ilusión de encontrarse con su destino al final del camino. Por eso no lo sorprendió, trescientos metros antes de llegar a la formación rocosa, escuchar el chasquido nítido de la trampa al cerrarse, seguido de un bramido feroz de dolor.

          Aseguró la correa de su arma sobre el hombro y emprendió una loca carrera hacia el lugar de donde venían los rugidos; sabía que debía terminar el trabajo antes de que la bestia lograra soltarse del cepo. Como si el odio pudiera materializarse, sintió un nudo que nacía en lo más profundo de sus entrañas y ascendía por su garganta hasta quitarle por completo la respiración. Repasó en su mente cada detalle: el arma cargada, el cuchillo en su funda, el dolor a flor de piel…

          El bosque enmudeció de repente; por un instante, todos los sonidos se fundieron en un silencio mortal, donde solo los gemidos del animal y los latidos de sus sienes a punto de estallar existían.

          Tal vez por esa razón el grito de su hijo pidiendo auxilio desde el campamento le llegó tan nítido. Su marcha se detuvo en seco, al igual que su corazón; parado inmóvil en el centro exacto de aquella cruel encrucijada, su mente se puso en blanco, y dudó. Durante ese segundo fatídico de indecisión, el amor y el odio jugaron su partida.

          Corrió enceguecido, cortando camino por entre el follaje más espeso, sin atender las ramas que le laceraban la piel a su paso. En su mente solo sobrevivía una idea. El estruendo del disparo ensordeció al bosque mismo.

          La columna de humo ascendía mansa desde la chimenea. En el interior de la cabaña, se respiraba un clima de dejadez y suciedad. El cazador, con sus ropas andrajosas y la barba sin recortar, revolvía con desdén un guiso recalentado dentro de la vieja olla de hierro. A pesar del tiempo transcurrido, le fue imposible evitar que un velo húmedo nublara su vista al oír los aullidos lejanos.

          Desde lo alto, sobre la chimenea ardiente, la cabeza embalsamada del oso parecía mirarlo desafiante con su único ojo, mientras un plato solitario esperaba abúlico en la mesa.

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