De islas y algo más

…y por supuesto que recuerdo eso con total precisión. Dicen que uno siempre se acuerda exactamente dónde estaba y qué hacía en el momento de enterarse de un acontecimiento muy importante. Usted, igual que yo, que ya no es ningún pendejo, trate de pensar en el instante en que se enteró del asesinato de Kennedy; es un paradigma muy conocido: todo el mundo recuerda las circunstancias en que estaba y seguro que usted también.

            El caso es que, cuando me enteré de lo de Malvinas, yo manejaba mi fitito a las siete y media de la mañana a unas pocas cuadras del colegio técnico donde daba clases. Le aseguro que mi primera impresión fue que había entendido mal, así que cambié de radio. Caí en Mitre, donde una Magdalena Ruiz Guiñazú, en un indescriptible estado mental -ella siempre tan medidita y profesional, pero ahora sin libreto ni preparación-, exultante y nerviosa, emitía frases que se atropellaban unas a otras en un infructuoso intento de ilación, y llegó hasta llamar -acto fallido-, «mi coronel» al milico al que entrevistaba, quitándole así el invicto a Bernardo,  que Dios lo tenga en su gloria. Bueno, tanto como el invicto, no. Como usted bien sabe, en esa época había un montón de periodistas que les querían caer bien a los milicos y vivían chupándoles las medias.

            Mire, enseguida tuve un sentimiento de orgullo y beneplácito, abonado desde chiquito por los relatos de mis maestros: los piratas ingleses tomando por la fuerza las islas en el siglo diecinueve y desalojando a sus ocupantes argentinos. Esa sensación desapareció rápidamente para dar paso a una preocupación: ¿Inglaterra no era llamada la Reina de los Mares? ¿Y qué mejor lugar para un país experto en mares y costas que operar en una isla, donde absolutamente todo es mar y costa?

            Quienes me conocen dicen que hablo y pienso demasiado y que no doy oportunidad para  articular una palabra a mis interlocutores: mi madre ya me lo decía en mis épocas de pibito. Pero le aseguro que yo no hablaría de estos temas con usted, en este bar, café de por medio y sentados a la misma mesa debido a lo atestado del lugar, si no fuera porque somos dos completos desconocidos a los que juntó la suerte. Hablar de estos asuntos siempre pierde amistades y agrega enemigos a la mochila; pero nosotros, justamente por ser extraños, no corremos ningún riesgo: por eso me animo.

            La legalidad de nuestra invasión a las islas se explicaba al recordar que sus ocupantes anteriores, desalojados compulsivamente, eran argentinos: la razón y la justicia estaban, como era evidente, de nuestro lado. De repente pensé, con cierta ansiedad, que si seguíamos el mismo razonamiento debíamos entregar todo nuestro territorio a los pueblos originarios. Pero, claro, no quedaban muchos descendientes de ellos capaces de hacer el reclamo, ya que nuestros antepasados se habían encargado concienzudamente de eliminarlos a tanto por cuero cabelludo. Además, usted sabe, tampoco era cuestión de permitir el mestizaje: la manera que tienen el aborigen y el mestizo de ver la Naturaleza como a una madre no encajó nunca con la de los europeos ni con la nuestra, sus herederos en estas orillas, que solo quisimos explotarla. Matarlos fue una vía rápida de huir hacia este futuro. ¿Qué futuro y quién es su dueño, me quiere decir?

            Vea, estaba paradójicamente perdido en medio de estos pensamientos encontrados, cuando entré en la sala de profesores; quedé boquiabierto: todos se abrazaban con todos. Hasta aquellos que no podían ni siquiera mirarse a la cara y que jamás se saludaban, le aseguro, se estrechaban en un abrazo fraternal. Recuerdo la escena como un sueño en el cual uno observa, pero del que no participa; como quien asiste respetuosamente a una ceremonia religiosa de la que no comprende sus ritos y solo se dedica a mirar. Por un momento pensé, mire qué locura, que los milicos habían echado, esa mañana, algún alucinógeno al agua de la canilla. Más tarde descubriría que no era el único que tenía estas inquietudes y temores, pero que adolecíamos de la posibilidad de transmitirlos al resto, a esa masa autocomplaciente y vociferante, mezcla rara de nóveles expertos en tácticas militares con tipos versados en geopolítica internacional de pacotilla, todos ellos mimetizados con las sensaciones que pretendían transmitir los grandes medios de comunicación, alineados con el gobierno. Y si algún díscolo, más arrojado que el resto, intentaba exponer su posición y su sentir a sus compatriotas, era recibido con una enorme frialdad; se lo consideraba al menos como pusilánime y cobarde, por no decir apátrida; o al menos como un hombre de poca fe. Como si de fe se tratase poder ganar una guerra, ¿no le parece?

            Esa misma noche, se acordará usted, el presidente Galtieri pudo, con gran esfuerzo y durante unos breves minutos, abandonar el whisky habitual para poder mantener la sobriedad, arengar a la gente en la Plaza de Mayo y conseguir, versión enana de Perón, que lo aplaudieran a rabiar. ¡Sí! en la misma plaza en la cual habían apaleado a los manifestantes dos días antes: ¿serían incluso los mismos asistentes? ¿Qué le parece? No sé si se acuerda de todo esto. Sí; Galtieri, general majestuoso, a decir de los enviados de Reagan a la Argentina, quienes le hicieran pisar el palito al darle un guiño para la invasión, ya que solo podría ser colocada una base de la OTAN en las islas -propósito inconfesable buscado por Occidente- si la Argentina perdía una guerra luego de ser la agresora.

            Casi todos incitaban a los jóvenes a defender la patria e ir a las islas a pelear; con mucha más fuerza y elocuencia lo hacían, por supuesto, aquellos que no tenían hijos en edad de alistarse. ¿Qué sintió usted? Desde los medios se decía que era imposible que los ingleses volvieran para retomar las islas: se requerirían quince ingleses por cada argentino en el suelo patrio recuperado para poder lograrlo, y Gran Bretaña no iba a gastar una enormidad de dinero y recursos para hacerlo. La gente, muy voluble, repetía estas cosas hasta el cansancio y agregaba condimentos propios hasta que la fraudulenta consigna que circulaba a toda velocidad como moneda falsa  se convertía en una realidad, ya que debía ser forzosamente cierto algo que todos decían. ¿Qué tal? ¿Cómo piensa que hubiese reaccionado el resto del mundo si las islas Malvinas hubieran sido abandonadas por el imperio? ¿Cada uno de los dueños originales de esos territorios coloniales ingleses no hubiera intentado hacer lo mismo que la Argentina? ¿Y esto no forzaba entonces a los ingleses a recuperar las islas a toda costa?

Durante la guerra, acuérdese, se recibían a través de los medios, y varias veces al día, comunicados del llamado Comando de Operaciones, que daba las últimas noticias y nos inducía siempre a pensar que íbamos a ganar. Cuentan algunos italianos ya mayores que, durante la Segunda Guerra Mundial, las radios de la península decían que estaban por vencer, aun cuando los aliados ya habían ocupado casi todo el país.

No es necesario un gran esfuerzo para recordar cómo terminó la historia. En medio de la decepción y el dolor general, Puerto Argentino volvía a llamarse Puerto Stanley. Comenzó entonces la retirada de nuestros soldados sobrevivientes, que volvieron al continente en medio de una gélida recepción. Usted recordará que quienes más efusivos habían sido con la invasión y que se habían convertido en entendidos en cuestiones militares y geopolíticas durante aquellos meses dieron vuelta la cara cuando regresaron los chicos: ¿sintieron vergüenza?, ¿o íntimamente preferían que hubiesen resistido a cualquier costo en las islas? Esto me trae a la memoria un acontecimiento ocurrido durante las invasiones persas, unos quinientos años antes de Cristo. Un ejército de espartanos al mando de uno de sus reyes, Leónidas, retrocedía al no poder hacer frente al ataque. Al llegar al desfiladero de Las Termópilas, trescientos de ellos se quedaron a bloquearlo para permitir al resto ponerse a salvo y regresar a Esparta. Fue una misión suicida para los que permanecieron en el lugar: solo uno logró escapar y volver. En su ciudad natal, la gente lo ignoró: no le daban comida y ni siquiera le hablaban. Se suponía que su deber habría sido morir en acción, no volver al hogar. El tipo terminó por suicidarse.

Mire si no era para traer un siquiatra: a muchos de los que volvieron los largaron en Buenos Aires, pero los pibes no tenían dinero para costearse el viaje a sus hogares en las provincias y tuvieron que manguear o hacer changas para poder reintegrarse a sus casas. A otros no los dejaban entrar al cine a ver películas aptas para mayores de veintiuno. Tenían edad para matarse por la patria, pero ¿no para ver escenas de sexo?

Tenía un exalumno al que le tocó ir a las islas; un buen pibe, un poco locuaz. A veces tenía que pararle el carro en la clase. Un tipo sano, pero adolescente, usted me entiende. Logró volver sin un solo rasguño, pero ya no era el mismo: ahora, en frente de mí, al expresarle mi alegría por su regreso, había un tipo callado y taciturno, casi irreconocible, una cáscara del muchacho que era antes. Algo en su interior había sido muerto y enterrado en Puerto Argentino junto con los cuerpos de sus camaradas menos afortunados.

Mire, yo creo que de estos grandes hechos cada uno de nosotros tiene que sacar alguna conclusión, porque de lo contrario, quiere decir que los vivimos al pedo. Es lo que hace la diferencia entre tener sesenta y tres años o tener el mismo año repetido sesenta y tres veces. Pero lamentablemente muchos no lo hicieron. Todavía hoy hay quienes dicen que estuvimos en un tris de ganar la guerra. Esos tipos, además de no tener el menor sentido común, no leyeron el informe Rattenbach. ¿Se acuerda? Era el nombre del presidente de una comisión militar designada en tiempos de Bignone para analizar el desempeño de las Fuerzas Armadas durante el conflicto. Usted recordará el lapidario resumen de dicho documento. Para los inexpertos en cuestiones bélicas, como nosotros, se puede abreviar de la siguiente manera: la Argentina tenía las mismas posibilidades de éxito de ganar esta contienda que de colonizar Marte. La cantidad de errores cometidos por las fuerzas armadas había sido garrafal. Se había violado el ABC de las ciencias de la guerra.

Como le decía, yo al menos intenté sacar mi enseñanza de todo esto: cuando un pueblo está sometido a una gran pasión, sea esta el deseo de recobrar un territorio, el odio a una persona o a un grupo político, racial o étnico, o cualquier otro frenesí que se le pueda ocurrir, y usted tenga argumentos lógicos muy claros y sólidos para demostrar que es un error lo que se va a hacer en nombre de ese sentimiento, ni se moleste en tratar de convencer a nadie…va a perder el tiempo y muchos amigos. Oponer a una pasión el más perfecto de los razonamientos sesudos es lo mismo que pretender atravesar una pared de acero con un avioncito de papel. Si usted tiene razón, solo le queda aguardar el curso de los acontecimientos y, entonces, recién entonces, podrá juntar los pedazos que queden junto a sus compatriotas y armar de nuevo el rompecabezas. Pero llegado a ese punto muchas cosas, de esas que no tienen repuesto, habrán desaparecido para siempre. Finalmente, esa pasión abrumadora se deshilachará, poco a poco, diluida por el dolor, la frustración y el paso del tiempo…

Pero, como mi madre decía, otra vez me he extralimitado: siempre me dejo llevar por mis palabras y mis pensamientos. Antes de que nos separemos, me gustaría saber algo de usted; como quien dice, conocer al menos el tono de su voz… ¿Perdón…? ¿Apenas habla español…? ¡Es inglés…! ¿No pudo entender por completo todas las desgracias que le conté pero cree que ustedes se llevaron la peor parte porque se tuvieron que aguantar otro período de la triunfal Thatcher en su gobierno? ¿Que eso fue peor para ustedes que si hubiesen perdido la guerra y que fue culpa nuestra por invadir las islas? Bueno, disculpe… ¡yo debería ir retirándome; me esperan! ¡Ha sido un gusto hablar con usted! Good bye, mister!

 

Acerca de Juan Carlos Petino
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