CUANDO MUERE UN INVIERNO

Flavia pasaba quince minutos cada día de lunes a viernes en la plaza esperando el colectivo. Cinco días de la semana desde hacía diez años. El lunes por primera vez notó la calesita. Fue por el viejo que también esperaba ahí. Esa mañana el viejo miraba fijamente a la calesita y ella también se puso a mirarla.

La calesita estaba a veinte metros de la calle más transitada, la misma calle de la parada de colectivos. Tenía rejas alrededor que encerraban, además, un banco de cemento al que alguien le había escrito palabras con aerosol.

Se acordó del elefante celeste, del pato, de los autos, del barco y del helicóptero; de las luces, que eran pequeñas y muchas; de la música y del hombre que estiraba la mano con guante cuando ella pasaba y cada tanto le dejaba agarrar la argolla: el pase a una vuelta más, pero sin pagar. Flavia se acordó muy bien, aunque todo estaba cubierto de lona verde, apagado y atado con cadenas, y del techo solo quedaba la estructura, pero estaba segura de que era como el de una carpa de circo.

Un aire cálido anunció que ese día era la muerte de un invierno y a Flavia se le llenaron los ojos de mar; del mar de cuando tenía seis años y la llevaron de vacaciones y a la noche paseaban y había una calesita en ese lugar. A Flavia se le pasó el colectivo porque no lo pudo ver venir. El viejo tampoco subió, se quedó con ella.

Ese día no fue a trabajar y al día siguiente tampoco y ya no volvió a ese trabajo, se puso a buscar uno que le gustara más. Pero sí volvió a la plaza y siguió yendo, porque con el viejo tenía la complicidad de las lágrimas expuestas y así consiguieron una amistad. Con él aprendió mucho sobre las calesitas y sobre las personas que pasan tiempo en las plazas. Lo que más le gustaba por aquel momento era escuchar al viejo, que tenía historias para contarle; por ejemplo, de los muchos trabajos que había hecho en su vida.

—Viejo, contame de cuando arreglabas juguetes.

—Disfrutaba mucho ese trabajo. A nadie se le ocurría pensar que un juguete era obsoleto, no existía eso. Entonces había un gran amor por los juguetes.

—¿Y cajitas musicales? ¿También te llevaban para que arregles? Yo tengo una y la quiero escuchar, pero no funciona, está vieja y se rompió algo.

—Uf, las cajitas eran algo muy valioso. Eran herencia, de madres a hijas, de abuelas a nietas, de tías a sobrinas, así hasta tres o cuatro generaciones regalando a una más joven la posibilidad de hacer música con una caja de mecanismo mágico —respondió el viejo con la palma de una mano abierta, como sosteniendo algo hermoso; con la otra, le daba cuerda.

—¿Vos creés que podemos fabricar cajitas musicales? ¿Y dedicarnos a eso? Capaz no ganamos plata, pero puede ser un pasatiempo.

—¿Vos creés que podemos comprar la calesita? ¿Y fabricar las cajitas también?

—Claro, viejo. Vamos por todo.

 

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3 Respuestas

  1. Laura:
    Me encantó el texto, porque me retrotrajo a la experiencia de haber llevado a mis hijos y verlos tan felices dando vueltas y más aún al “conseguir” por sus “propios esfuerzos y habilidades” la sortija y dar una vuelta gratis.
    Lo único que te indicaría es la repeticon (tan cercana) de la palabra “calesita” en los primeros párrafos.
    Creo innecesario indicar que hacía calor y por lot anto moría el invierno. Me aprece que el invierno que muere es uno interno de Flavia
    Felicitaciones Saludos

  2. Un cuento muy nostálgico. En este caso al encontrar a alguien con quien recordar las cosas hermosas del pasado le dio vida a la protagonista y la posibilidad de tener un futuro más estimulante.

  3. José María dice:

    La argolla se llama sortija. ¡Qué lindo cuento!

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