Al acecho

Podría hablarte de mí contándote cualquier historia; todas son iguales: se repiten en un bucle infinito.

Esta comenzó cuando el profesor me echó de la clase de Arte. Ese día me quedé parada detrás de la puerta de vidrio, mirándolo, esperando una explicación que nunca llegó. La expresión de alivio en su cara era una provocación. Tenía ganas de romper todo y gritarle unas cuántas verdades a ese que se las daba de superado. Sé de lo que soy capaz, pero me contuve. Desde afuera vi cómo las cosas seguían su curso normal en la escuela, nadie se ocupó de mí.

Salí a caminar, sin rumbo. En la vereda del supermercado me crucé con Mariano, el pelirrojo de la caja tres. Entró apurado y escuché que lo estaban esperando en la oficina de Recursos Humanos. Salió poco después, con una sonrisa serena y altanera que delataba su contenida emoción. Era evidente que lo habían ascendido. Sus compañeros siguieron en lo suyo, sin hacer preguntas, sin felicitaciones. A él no parecía importarle. Su actitud me llamó la atención. «¿Es todo? ¿Se siente satisfecho con esto?», me pregunté.

Tengo buen ojo, aunque debo reconocer que con él fue diferente.

Hasta ese momento solo lo había visto como a uno del montón, uno de esos intrascendentes que aman, o pierden, o lloran a escondidas. Pero… ¿alguien sin sueños? Ahí nomás me olvidé del profe. Mariano era, definitivamente, mi tipo: ordenado, metódico, solitario, con pocas habilidades sociales. «El indicado», pensé.

A partir de ese día empecé a seguirlo. No se dio cuenta; sé que fui sutil. Además, él estaba ocupado tratando de mostrar eficiencia en su nueva tarea de supervisor.

Cuando pudo advertir mi presencia, hacía tiempo que yo vivía su lado, cambiando las cosas de lugar, desacomodando sus estantes, alumbrando los rincones más oscuros y ensombreciendo los que tenían luz –una penumbra uniforme y difusa me parecía más adecuada para nosotros–. Él se fue acostumbrando a mí y a mi forma invasiva de transgredirlo todo. Yo lo acompañaba día y noche. No lo dejaba solo ni un instante. Me enamoré sin reservas de sus ojos sin brillo, de su torpeza al caminar, de sus silencios.

Lo que más me gustaba era encontrar sus versos por todas partes: en los espejos, en los armarios, en la heladera, entre su ropa… Yo sabía que los escribía para mí. Me entregué a ese juego con especial interés: él hacía catarsis y yo lo retroalimentaba. Me deleitaba con los puñales que escondía en sus palabras: «Soy lo que callo, soy mi deseo de cerrar la puerta y emprender el viaje, de animarme a abandonar los viejos senderos que me conducen siempre al mismo lugar», escribió una madrugada. Yo creí haber entendido y quise redimirlo. Ahora no estoy tan segura. Tal vez había un esbozo de ilusión en esa frase.

—¡Por acá! —le indiqué aquel día, papel en mano. Empujé la pesada puerta del sótano y la cerré con un golpe.

—¡¿Qué hiciste?! —preguntó Mariano, asustado—. No hay picaporte del lado de adentro. ¡Quedamos encerrados!

—Quedamos, no —le dije.

Atravesé la puerta y salí a caminar, otra vez, sin rumbo.

8 Respuestas

  1. José María Torres dice:

    Qué hermoso cuento!!! Pero nada de ponerle tristeza, no refleja toda la historia. Sería minimizar una historia genial. El acecho es real; la tristeza es del lector. La pata de mono de Jacobs no lleva por título “terror”.

  2. Juan Carlos Petino dice:

    Hermoso cuento, Isabel. Una verdadera belleza. Lo lei varias veces antes de ver los comentarios y definitivamente me parece que “Tristeza” es mejor título. Te felicito.

  3. Melisa Alexandra dice:

    Me desconcertó el cambio de título, creo que le quita algo de esa dualidad que provocaba. La esencia sigue ahí, pero ahora no sabemos a quién atribuírsela. De todos modos, para eso soy lectora, no?

    • Isabel Roura dice:

      ¿Sabés que yo también dudé al cambiarlo, Meli? “Tristeza” era muy revelador, pero ahora, con tu comentario me repregunto… ¿Habré comunicado lo que quería?

  4. Mariela ortega dice:

    Me encanto tanto como cuando lo leíste

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