Matar a Marta Arias

                Me abofeteó la pureza farmacéutica de la habitación. Marta Arias no podía ir a ningún lado, así que se encontraba allí, tendida sobre la cama, circundada por una decena de las almohadas más suaves que se pudieran conseguir y con el colchón apenas hundido bajo su peso. Ni aunque pudiera aislársela en una burbuja, Marta permanecería ilesa. Lo más aisladamente que podía estar era en esa habitación sellada donde se mantenía la misma temperatura y que, a veces, cuando se estaba mucho tiempo dentro, regalaba una sensación surrealista, como de una dimensión diferente.

            La saludé con la somera cordialidad que me exigía mi profesión y la revisé. Convoqué en mis manos la mayor delicadeza que pudiera adquirir el ser humano al tocar las vendas que envolvían sus manos atrofiadas, y todavía más al sentarla. Jamás me hubiera atrevido a rozar su cara o algo parecido. Yo podría hacer uso de una suavidad preternatural al atenderla, pero el contacto directo con la piel era distinto: nada podía hacer para evitar lastimarla.

—Valentina—me dijo, con una voz rasposa que brotaba de una laringe ampollada—, cambiá el canal.

            Lo dejé en uno de dibujos animados. Marta ya casi era mayor de edad, y aun así parecía disfrutarlos como lo haría una niña. Bah, decir que los disfrutaba era medio exagerado. Yo podía discernir que sus ojos oscuros, a veces muertos, se volvían brillosos cuando veía la tele. Su única distracción. No podía salir, no podía usar las manos ni los pies. Apenas podía tragar, y ni hablemos de moverse sola.

            Lo que me gustaba mucho de esta paciente era su carácter cuando estaba de buen humor: sarcástico y con un deje de amargura. No sé si era por todo lo que implicaba estar con ella o por esta actitud que menciono, pero había algo en mí que cambiaba. Mudaba de piel, me desenvolvía mejor y me deshacía de la dulzura postiza que venía arrastrando todo el día. Me sentía desdichada, exhausta, en el único lugar en el que no tenía derecho a hacerlo. Por eso, también me intoxicaba la culpa, y la acompañaba en un sufrimiento silencioso que no le llegaba ni a los talones vendados.  

Conocer a Marta Arias torció mi cotidianeidad, incluso aspectos de mi vida que, gracias a mi trabajo, sospechaba intocables. Implicó una lenta ulceración psicológica para la que no me había preparado. Por ejemplo, empecé a aborrecer el contacto físico. Al principio era simple impresión, o sobresaltos acompañados de pensamientos como «esto le hubiera dolido a Marta Arias» o, sino, «eso le hubiera hecho una ampolla a Marta Arias». Cualquier roce contra mi piel me recordaba a ella y me estremecía. Lograba disimularlo, aunque perdí algo de reconocimiento como enfermera y respeto de mis compañeros.

            Por ello, paralelamente, aumentó mi negligencia médica. Comencé a subestimar el dolor de los pacientes, y, todavía más, su tristeza. Contemplar ataques de depresión o intentos suicidas dejó de conmoverme, de tocar una fibra sensible que se cree que todos tienen por el simple hecho de ser humanos. Llegué a hablarles a algunos de los pacientes sobre Marta Arias. Solía repetir: «…uno de los casos más graves de Epidermólisis bullosa». Y, cuando no me entendían, agregaba: «Piel de mariposa, ¿te suena?». A veces funcionaba para mermar su desconsuelo, pero no mi creciente insensibilidad. Luego, estaban los que se aferraban a sus ganas de morir y, de paso, me sacaban de quicio.

            Un día, ese deseo que yo ya había oído pronunciar muchas veces, lo manifestó Marta Arias. De forma natural e irremediable, como su dolor.

— ¿Podés hacerme un favor, Vale?

— ¿Qué cosa?

—Matame.

            Había distinguido una pizca de sorna, así que me reí para darle a entender que comprendía sus bromas, porque su humor era así, ácido e impredecible. No me molesté en voltearme a verla.

            La siguiente vez que lo dijo, el tono había cambiado. Marta ni me miraba. Me pidió sin mucha cortesía que me sentara a escucharla, y entonces me confesó lo evidente: entre otras cosas, que, al dormir, alimentaba la esperanza de no volver a despertar. Pensó que yo la comprendía lo suficiente como para leer sus intenciones y anhelos, y tan equivocada no estaba.

—Si pudiera matarte—le dije, casi sin pensarlo—, lo haría, en serio.

            Ella debió de haber atisbado algo de certeza en mí, algún tipo de convicción a la que tenía que darle forma. Inauguró una época de cruda insistencia. Me recriminó cada mañana mi inactividad en el asunto, increpó mi cobardía, aunque siempre con una voz satírica con la que apaciguar la seriedad del asunto. Porque no había seriedad alguna en la muerte para Marta; la veía, seguramente, como un bálsamo después de un suplicio larguísimo.

Hice lo obvio. Entré furtivamente a su mundo privado una noche glacial, y la hallé dormida, con un rostro calmo repleto de llagas, como siempre. Tomándome mi tiempo, con el desenfado de quien se prepara una taza de té, agarré una de las almohadas y la coloqué sobre su cara para hacer presión. No se alteró el silencio hasta que apoyé todo mi peso sobre ella, de tal forma que le fuera imposible captar aire. Me imaginé que un contacto así de intenso sería el equivalente de cubrirla con un hierro candente, como marcar al ganado.

Marta se agitó, chilló sin que se la pudiera oír, sacudió sus extremidades descarnadas y finalmente claudicó cuando comprendió lo que ocurría.

— ¿Esto estabas esperando? —le susurré.

            Supe que me escuchaba, que tuvo un intervalo de lucidez entre su rendición y la pérdida definitiva de conciencia. Cuando aparté la almohada, en la oscuridad de la burbuja, vi sus ojos cerrados, la boca abierta, la piel agrietada… y se me ocurrió que sus poros irritados, abiertos, respiraban alivio.  

 

7 Respuestas

  1. Valentina Aguilar dice:

    ¡Mil gracias a todos los que comentaron! Me motivan mucho.

  2. Ada Salmasi dice:

    Muy bueno el planteo de la identificación con el dolor del otro, La muerte, un alivio para las dos.¡Felicitaciones!

  3. Laura Mammana dice:

    Excelente, me encantó

  4. Guillermo Inchauspe dice:

    Fantástico, muy bueno el suspenso de lo previsible.

  5. Paulo dice:

    uffff me encantó. Muy bien escrito! Felicitaciones!

  6. mariela dice:

    Increible. Me parecio de una riquesa extraordinaria. Sublime.

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