Discúlpeme, Gómez

Se acercaba el carnaval y en mi ciudad había grandes celebraciones: comparsas de localidades vecinas, artistas conocidos, pomos de espuma y, por supuesto, el concurso de disfraces. En mi historial contaba con dos participaciones y nunca había logrado quedarme con el primer puesto. Ese año estaba decidido a ganar y para eso debía pensar muy bien en qué me iba a personificar. Luego de buscar y buscar en mi cabeza, me decidí. El disfraz elegido requería de cierta producción que no estaba en condiciones económicas de afrontar. Mis últimos ahorros habían sido destinados a colaborar con mi viejo para la compra de una videocasetera. Una JVC gris, enorme, que me iba a permitir ser anfitrión de mis amigos para interesantes veladas culturales, donde veríamos grandes obras del cine como: Locademia de policías 3 o Los bañeros más locos del mundo.

Si quería ganarme un lugar en la historia de los carnavales locales, debía conseguir el dinero para ese disfraz.

Frente a mi casa había un almacén que era atendido por don Gómez. Su casa estaba detrás del comercio. Podía vislumbrarse el comedor tras unas cortinas de tiras plásticas de color verde. Don Gómez era viudo y tenía un perro salchicha que era su permanente compañía; solía estar en la vereda del negocio oficiando de portero de la clientela. Don Gómez no cerraba a la siesta, él siempre dejaba el almacén sin llave y la campanilla en la parte superior de la puerta avisaba de la presencia de un potencial comprador. Lo tenía decidido. El almacenero de mi calle iba a ser mi involuntario colaborador para ganar ese maldito concurso.

Tenía que planear bien el golpe. Una falla significaba un castigo de mis padres y algo aún peor: el cierre de mi cuenta corriente. Mi consumo diario de alfajores dependía de que todo saliera bien. Había muchas cosas en juego.

Lo planeé una y mil veces. Debía lograr que Pancho, el salchicha, se escapara intempestivamente; que don Gómez corriera a buscarlo y, así, aprovechar el momento para alzarme con el botín. Era miércoles y las calles estaban desiertas; solo podía escucharse alguna chicharra que se quejaba del calor. Ese mediodía mi vieja había hecho costeletas con ensalada. Sin que lo notaran escondí un hueso a medio pelar. Esa iba a ser la carnada para Pancho.

Salí de casa, crucé la calle y, con mucha delicadeza, giré el picaporte de la puerta del almacén. Le ofrecí mi almuerzo al perro, quien no pudo resistir el sabroso aroma de la carne cocida a la plancha y salió eyectado para saborearlo. Una vez afuera, lancé el hueso con toda mi fuerza y me escondí detrás del Renault 12 de los Acosta que estaba a la sombra de un paraíso. Pancho fue búsqueda de su almuerzo y, don Gómez, alertado por el bochinche,  salió detrás de su mascota. Cuando vi que Gómez se había alejado lo suficiente, entré al negocio.

Hice una pirueta y me oculté detrás de una montaña de cajones con envases. Ahí permanecí, inmóvil, hasta que Gómez y Pancho volvieron de la calle. Gómez venía retando a su mascota por el comportamiento:

-¿Cómo te vas a disparar así? Mirá si te pisa un auto. ¿Qué hago yo después?

El hombre, hablaba como esperando una respuesta del animal, y quizás fue mi imaginación, pero Pancho parecía afligido. Pasaron directamente a la casa y como castigo,  Gómez sacó su perro al patio. Mientras tanto yo contenía la respiración, evitaba cualquier movimiento que alertara a mi víctima e hiciera fracasar mi plan. Debía esperar, tener paciencia, sabía que iba a llegar el momento indicado. En el televisor se escuchaba a Orselli presentando una noticia en De 12 a 14, pero en un instante la voz del periodista quedó sepultada por los llantos de Pancho, que parecía pedir perdón. Gómez se levantó de la mesa y se fue al patio a dialogar con su perro. Ese era el momento que esperaba.

Con la frialdad de un profesional, tomé el pago que el almacenero había preparado para el camión de la Coca y salí sin que nadie se percatara. A toda velocidad corrí hasta la esquina y doblé por Ayacucho para salir de la escena del crimen. Mi corazón latía de una manera que hasta ese momento de mi vida desconocía. Estaba eufórico, sabía que había hecho algo malo pero no me importaba, todo había salido como lo había soñado. Di una vuelta a la manzana, como para que mi adrenalina bajara a nivel siesta barrial,  y volví a casa.

Mi vieja estaba terminando de lavar los platos. Encaré con apuro hasta el baño, ahí podía estar tranquilo, porque en mi habitación no me permitían cerrar la puerta. Me senté en el inodoro como para disimular y conté la plata: eran quinientos australes, una fortuna. Después tiré la cadena para justificar mi estadía en el trono y escondí el dinero en mi habitación.

El barrio estuvo conmovido unos días por el golpe perpetrado al negocio de don Gómez, quien, a partir de ese hecho, optó por cerrar en el horario de la siesta.

Finalmente, fabriqué mi disfraz.

Inspirado en un capítulo de El Chavo donde jugaba a los toreros con sus amigos, decidí que en lugar de un toro iba a hacer un elefante. Necesitaba construir la parte delantera del animal y yo iría introducido en él dejando al descubierto mis piernas. Sería una especie de Minofante por llamarlo de algún modo. Hice un intento de boceto y se lo mostré a mi tío que era herrero y además fanático deEl Chavo, hecho que facilitó mi explicación sobre el trabajo que pretendía. Usamos una rueda de bicicleta y mi tío armó una estructura genial con unos recortes de caño que tenía en el taller. La cubrimos con una tela grisácea, que compré en una retacería del centro, que simulaba ser la piel del animal. Lo más difícil era la cabeza del paquidermo.

Mi abuela me ayudó a cortar la silueta en tela y la rellenamos con lana de una almohada vieja que ella tenía. Digamos que quedó respetable. Después con una manguera plástica corrugada, esas que tienen los lavarropas improvisé la trompa. Pero faltaba lo mejor, lo que haría inclinar la balanza a mi favor. A través de la trompa iba a lanzar agua y así sorprender al público quien aclamaría mi ocurrencia. Esta vez no iba a fallar, ya me podía sentir ganador del premio.

Llegó la primera noche de festejos. Con toda la confianza del mundo recorrí las cuatro cuadras que separaban mi casa del club que organizaba los carnavales. Esa noche fui furor, la gente aplaudió exultante cada vez que el locutor me nombró por los altoparlantes y los niños rieron a carcajadas al ver al elefante mojar a los espectadores. La noche siguiente iba a ser diferente, al ser sábado se esperaba una mayor concurrencia y por eso fue invitado el intendente de nuestra ciudad, quien junto a su esposa se ubicó en el palco principal. Hacia allí me dirigí, con la esperanza de seducir a la primera dama local y para que su opinión pesara a la hora de elegir el mejor disfraz. Al igual que un niño que quiere llamar la atención, realicé frente al palco todos mis trucos; y creí que poner la trompa en acción sería el broche de oro. Me equivoqué. El chorro de agua que yo creía inofensivo tuvo una interpretación totalmente opuesta para la esposa del funcionario. Fue tan grande su enojo por haber arruinado su peinado especial, que fui descalificado de la competencia.

Nunca más volví a intentar ganar ese concurso.

4 Respuestas

  1. Ada Salmasi dice:

    ¡Muy buen narrador! Uno se siente parte de una historia.Me gusta el humor presente a lo largo de todo el relato.

  2. Isabel Roura dice:

    ¡Genial! Está tan bien contado que me fui dejando seducir por cada objeto elegido para contextualizar el relato. El retrato de Gómez está muy bien logrado ¡Por momentos pensé que era yo la que contaba eso!

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