María Teresa Andruetto – CUERVOS SOBRE UNA CHIVA

(perteneciente al libro CACERIA, Mondadori, 2012)

             He bebido las aguas del Shu-Am/
             como si no estuvieran contaminadas./
            
 A orillas/ del río silencioso/ crecen
            
 flores amargas/ sobre las que he
            
descansado, leyendo./ Y no he
            
pecado sino/ lo necesario.

             Susana Cabuchi  

 

Cuando abrió los ojos, sin comprender todavía dónde estaba, creyó verse otra vez en aquella casa, tirada en el suelo con aquel peso encima y las rosas tan cerca de la nariz; pero estaba ahí, acostada en la cama, como está desde hace días. El hombre del sueño, como el verdadero, era viejo y gordo, y llevaba un reloj de cadena. La tarde en que lo vio por primera vez, aquel verano, tenía puesto un traje oscuro con chaleco. Ella lo ha seguido mirando como si un foco de luz, un círculo, lo hubiera acorralado hasta la muerte. Junto a la cama hay un velador, una lamparita con una pantalla de tela floreada que Ivonne le trajo ayer, para que lea fotonovelas por las noches, cuando el sueño se va sin que ella sepa a dónde; pero ella no puede leer porque le da la fiebre.

Se acostó con el viejo muchos años, ya no recuerda cuántos, hasta que él no pudo más que tocarla; y si se quedó a su lado fue por no darle a su madre un disgusto. En ese tiempo, olía su perfume dulzón sobre la piel floja del cuello y sentía el peso de su vientre encima de ella, y miraba, como ahora mira, el techo, pero con él encima; y no estaban las manchas en la pared, sino una araña de caireles que sonaban con la brisa. Los hombres que vinieron después también la habían montado torpemente, pero a ella nunca le dieron asco. Eran hombres que eructaban cebolla, ajo, las comidas que cocinaba Eudora, y sin embargo a ella nunca le dieron asco. Algunos tenían unos espolones como de gallos bajo los dedos de las manos, de tanto tirar las sogas, de amarrar las barcas, y a ella le gustaba dejarse restregar los pezones con esas manos y le venía, por las mañanas, cuando lo recordaba, como una cosquilla allá abajo y la certeza de que se estaba mojando. Tal vez no le dieran asco porque eran jóvenes, hombres que tiran los tientos y se queman al sol y que luego en la noche necesitan, después de comer en lo de Eudora, una mujer para echarle todo, la bronca y todo también adentro. Le parece que aun a los que se le subieron nomás una vez, los ha querido un poco: hombres que trabajan toda la semana en los barcos trayendo la pesca y la única alegría que tienen es tomarse unas cervezas y pagarle a una mujer. Sabe que alguno le ha pegado la peste, la ha dejado podrida, sin poder trabajar, pero no lo culpa; no sabe quién es y si lo supiera no lo culparía. Ha disfrutado a su manera con esa vida que le tocó, ha tratado de sacarle el gusto.

Alguna vez tuvo ganas, no lo niega, de meterse a vivir con un hombre. Fue con ese viajante que llegó a su pieza una noche, y que estaba perfumado y llevaba traje; ella nunca había estado con alguien que llevara traje, salvo con el viejo. A lo mejor es por eso que no quiso cobrarle. Él puso el dinero sobre la mesita y ella le pidió que lo guardara; Acépteme este regalo, le dijo, y discutieron un buen rato, hasta que el hombre guardó el dinero. No se lo ha contado a nadie, sólo a Ivonne, pero con la condición de que no se lo diga a la Madama.

Estaba en su pieza y se había echado encima la colcha. Sacó un espejito y la pinza y empezó a depilarse; se quitó uno por uno los canutos de las cejas y se miró también la cicatriz que una vez le dejó Pedro Gómez. A ella no le gustan esas cosas, su madre le ha explicado bien que no, que todo lo que un hombre quiera está bueno, menos eso de pegarle a una mujer; tocarla sí, y lo que quieran de demás también, pero hacerle salir sangre, eso sí que no, que los Linares son buena gente y dejarse pegar, por más pobres que sean, eso sí que no, que tocar toquen lo que quieran, su madre se lo explicó cuando ella tenía trece y pasó lo que pasó; tocar sí, total después una mujer se lava, pero que le den moretones no, porque eso duele y también porque se ven.

Estaba en la cama sacándose los pelos de las cejas y mirándose la cicatriz, los ojos que tiene, negros como los de su padre pero más oscuros, y la boca que ésa sí les gusta a ellos, como la lengua. La Madama dice siempre que no hay que dar la boca cuando se trabaja, pero ella está hecha a la antigua y no le hará caso. Esa noche, tuvo el pálpito de que un hombre como aquél entraría a la pieza porque le vinieron ganas de arreglarse. Se puso rouge y colorete; en ese momento se abrió la puerta. En la penumbra, ella no pudo ver quién era, ni saber si se trataba de un cliente; sólo supo que a su pieza había entrado alguien alto y delgado. Él se acercó a la cama, a la luz que hacía el velador, y entonces ella vio a un hombre como nunca antes había visto, elegante, con un traje oscuro.

Desde que le pusieron la inyección esta mañana no ha hecho otra cosa que mirar las manchas en la pared. Mira las paredes para que el tiempo pase. Cuando era chica veía monstruos en el adobe descascarado de su casa, ahora sólo ve manchas; si viera algo más, tal vez se olvidaría del olor a rosas. Sobre la colcha, Ivonne, que vino a verla anoche, dejó su bata de gasa y a ella le parece que ése no es lugar para una bata roja. Las flores están sobre la mesita de noche de la cama del fondo. Ella no sabe qué hacer para olvidar la fiebre, el olor, lo que ha dicho el médico, esto que le pasa. Han puesto un biombo junto a la cama del fondo para tapar a la mujer que ella escucha gemir por las noches. No puede ver el vaso, pero sabe que está porque todo el día ha olido a rosas viejas, como podridas. Se lo pasa pidiéndole a la enfermera que lo saque, pero nadie la escucha o, si la escuchan, a nadie le importa.

Aquella vez hubiera querido hablar, pero no sabía cómo hacerlo, tenía miedo de que la castigaran. Mira las paredes para que el tiempo pase; pero el tiempo no pasa, es como el recuerdo. Le parece que era marzo y que estaban cargadas las higueras en el patio de su casa y que en el corredor, mientras su madre horneaba el pan allá afuera, ella vestía a San Nicolás de Bari. También puede que haya sido diciembre, un día cercano al festejo del Santo, cuando se sacan de los armarios las figuras de vestir y se comienza con la ropa, las puntillas, los bordados; pero más piensa que era marzo. Su madre cruzó el patio con una canasta llena de panes, se la puso en las manos y le dijo: Lleve esto a la Casa Grande; recuerda esa frase como recuerda la tela blanca, almidonada, que cubría la canasta. Se fuerza en imaginar figuras en la pared, eso hará que se distraiga, puede que una mancha tenga forma de perro y otra de escapulario; no ha encontrado ninguna que tenga la forma de un hombre que la quiera.

Llévele estos panes a la Arminda, dijo su madre, son para el Doctor. A ella le parece que el camino era largo, más largo que el que unía la casa que era suya con la del viejo. Su madre dijo, Llévelos pronto, hija, no se distraiga por el camino. Cómo le gustaría distraerse, ir hacia atrás, hacia aquella tarde bajo los corredores mientras vestía al Santo y decirle a su madre que no llevará esos panes, que no irá a la Casa Grande, que no se le da la gana. No en la memoria sino allá, mientras bajaba por el camino que unía su casa con la del viejo, ella vio una chiva muerta, y en el cielo de allí mismo, azul y limpio, cuervos volando en círculo.

La casa adonde le parece que siempre va, es de estilo inglés. Lo sabe ahora, entonces sólo sabía que era la casa más grande y más hermosa del pueblo. Ella baja por el sendero con sus piernas flacas, cruza el arroyo, pasa un badén y después el otro, y entonces ve el jardín con los emparrados de santarritas. Tras la verja, está esa mujer que suele conversar con su madre entre las tumbas, los domingos, cuando después de la misa van al cementerio. La mujer que está parada, quieta como una estatua en el jardín de la Casa Grande, se llama Arminda y tiene sobre la ceja un lunar lleno de pelos. Ella llega y dice algo. Le gustaría que Arminda no la oyera, que nadie la escuchara y ella tuviera que volverse a su casa con los panes; y más le gustaría no llegar, pero bien sabe que llegó a la Casa Grande aquella siesta, que vio a la mujer detenida tras la verja y que dijo: Le manda esto mi madre.

Ella puso en el suelo el espejito y la pinza, y retiró la colcha hacia un costado de la cama. El hombre se soltó la corbata y se quitó el saco y el chaleco, y cada cosa que se sacaba la fue colocando prolijamente sobre una silla. Ella lo miró sin soltar una palabra, un poco atontada por su perfume, hasta que él se sacó la camisa y ella vio, desprovisto de músculos y de grasa, su cuerpo delicado, varonil y delicado. Lo último que el hombre se quitó fue el reloj de pulsera, pero antes se estuvo de pie junto a la cama mirándola a ella que estaba ya en posición de recibirlo. La mancha de la izquierda, la más grande, está tomando la forma de un hombre, entero no, de una cabeza de hombre que llevara sombrero.

En algún momento, no recuerda cuándo, pero es seguro que fue después de entregar los panes, ella vio al viejo. Le parece que estaba por irse, que ya daba la vuelta sobre sus pasos, salvada, libre de todo, cuando lo vio en la puerta con los ojos sobre ella. Recuerda que Arminda dijo: Es una hija de Linares, trae los panes que hace su madre. Él ha de haber oído pero no habla, sólo permanece en la puerta y la mira, ella ve cómo él la mira.

La mancha ha cambiado de forma, ya no parece una cabeza, más bien se asemeja a una montaña, azul como la fila de cerros que rodea a su pueblo. Por más que intente, ella no sabe cómo hizo para entrar, tampoco recuerda la cara del viejo; aunque la tuvo por años babeando sobre la suya no la recuerda, sólo sabe que fue hacia él, que tenía un chaleco, y que debajo del chaleco empujaba el vientre. Le parece que Arminda se asustó, o tal vez era ella la que se moría de miedo; también ahora tiene miedo, el médico dice que la infección es grande, y ha adelgazado mucho. Sabe que en algún momento Arminda dijo: Es la hija de Linares, Doctor, eso es lo que dijo, y que él la despachó a los traseros de la casa.

El olor es cada vez más fuerte, un olor a flores marchitas como la mujer que está en la cama del fondo, tras el biombo. En el recibidor había una mesa pequeña y sobre la mesa un florerito con rosas: le golpeó en la nariz ese olor a muerto. De abajo del vientre, él sacó el reloj de cadena y lo miró, y ella vio el oro del cerro donde trabajaba su padre. Sabe que todo comenzó esa tarde pero no sabe cómo, sólo recuerda que está en el suelo y tiene encima la boca de él, que tiene el aliento de un hombre viejo.

Desnudo, con el sexo todavía suelto, sentado al borde de la  cama, el hombre se quitó los calcetines y los zapatos, porque llevaba zapatos verdaderos, con cordones. Después ya no sabe qué otra cosa vio, pero sí recuerda cómo le rozaba las tetas con el crucifijo que colgaba de su cadenita de oro. Él se tomó mucho tiempo antes de echarse sobre ella, y le acarició el  vientre y le lamió las tetas y le preguntó qué le gustaba que le hicieran; eso es lo que más recuerda, de todo lo que le pasó en la vida es lo que más recuerda. El viejo preguntó los años que tenía y ella dijo Trece. Trece, repitió él. ¡También usted a los trece!, dijo su madre cuando lo supo, y pegó un puñetazo sobre la mesa.

Quizás es la fiebre que le hace pensar que las rosas están todavía ahí, tan cerca de su nariz, en un florerito del recibidor, porque cuando le dice a la enfermera que saque el vaso, le contesta que lo llevaron por la mañana, que se quede tranquila, que ya no están las rosas; y sin embargo ella siente ese olor nauseabundo a flores podridas. Le parece que el regreso era largo, más que la calle por la que volvía a su casa, y a veces le parece también que no regresa, que ha quedado detenida en esa tarde, en el recibidor de la Casa Grande, echada en el suelo, bajo el peso de ese hombre que tiene un reloj de cadena hecho con el oro del cerro.

No sabe cómo hizo, pero regresó a su casa; salió de abajo de ese hombre gordo, de sus babas sobre la cara de ella, y del olor a rosas. De regreso cruzó el arroyo y se quedó quietita junto a la acequia y ahí vomitó y se lavó las piernas. Después fue hasta su casa y su madre se dio cuenta o ella se lo dijo, no se acuerda. En la memoria, a veces, las cosas se acomodan; no siempre ella las ve así de mal, algunos días recuerda que el viejo le hacía regalos, que le compró un vestido con lunares y unos zapatos de taco, los primeros. Luego vino un camino largo, porque todos supieron que ella andaba con el dueño de la Casa Grande, y él habló con su madre y le dijo que le daría dinero, y así fue como empezó ella. Todos supieron que una Linares era la hembra del capataz de la mina, y por eso ninguno de los muchachos del pueblo la miró nunca, porque nadie se animaba a mirar lo que era del viejo. Después, cuando él murió, ella se fue a la ciudad y conoció a la Madama y empezó a trabajar, y entonces sí trabajó mucho y tuvo sus buenas épocas, porque era de todas la más buscada; eso fue así hasta que se enfermó.

El hombre se demoró para entrarse en ella, aunque estaba listo, crecido allá abajo lo suficiente desde hacía rato, lo mismo se demoró, y antes de entrarse le preguntó cómo se llamaba. Mimí, contestó ella, pero él dijo que ese nombre no, que quería saber su nombre verdadero. Le costó decir que se llamaba Rosita, hacía años que no dejaba que nadie la llamara así, pero después se alegró de habérselo dicho porque él entró y se sacudió con ternura sobre ella y le dijo varias veces Rosita, Rosita, mientras se volcaba. No siempre ella ve las cosas malas, algunos días los recuerdos se le acomodan y ve también las cosas buenas; pero por más que los arregle, siempre hay un viejo que se le sube encima y una niña que dice trece.

Ahora está en la cama, entre las piernas le supura un agua y tiene el vientre teñido con merteolate. No en la memoria, sino acá, el médico ha dicho que la infección es grave; le golpea en la frente ese olor a muerto. Otra vez mira las paredes desconchadas y las camas con herrumbre del hospital. Esta mañana vino la Madama a decirle que debe curarse pronto, que los clientes se quejan, que la extrañan, que los del embarcadero van a buscarla a ella. No sabe cómo se hace para escapar de la fiebre, sólo sabe que el dolor le golpea la frente y que metería en el agua la cabeza. Le ha rogado a la enfermera que saque el vaso que está junto a la cama del fondo donde una mujer se ha puesto grave esta mañana; pero nadie la escucha o si la escuchan, a nadie le importa. A las flores las trajeron anoche, pero el calor las echó a perder, y todo el día  ella ha olido a viejo. A ella nadie le regala flores, no le gustan las flores, sus amigas le han traído vainillas y un paquete de baibiscuies y se los dieron mojados en leche. Es lo único que come, ya no traga otra cosa. Tampoco tiene fuerzas para protestar; pero si las tuviera, iría al cementerio y le diría a su madre que no irá a la casa vieja, que no se le da la gana, y que tirará los panes en la acequia.

6 Respuestas

  1. Maria Leticia dice:

    Cteo que rsye texto no puede dejar de leerse aunque se srpa el final es porque junto con su crudeza tiene muchs poesía.

  2. Maria Leticia dice:

    Perdón al final quiero decir marginados.

  3. Maria Leticia dice:

    ¡Excelente! Se sabe lo que va a pasar y sin embargo, se llega hasta el final, que también se sabe. Mi gran preocupación y temor, intentar atrapar al lector. Buenīsimas descripciones de realidades cotidiana que un sector de la sociedad define peyorativemente y perdón por por el mente como margonados…

  4. Ángela Pelaez dice:

    ¡Qué bien escrito! Conmueve el dolor de la protagonista y ese recuerdo traumático que solo puede atenuar con el poder de la imaginación.

  5. Paulo dice:

    un mazazo al corazon, asi sin tildes ni nada

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