Ciudad desierta

El arlequín

 

1

Cuando apareció en el Hogar, ya tenía el traje puesto. La madre lo dejó diciendo que era por una noche solamente. No era de las que venían siempre: tenía buenos modales y mejor apariencia. Era evidente que estaba en apuros. Imploró que se lo recibieran.

El chiquito estaba disfrazado de arlequín y hacía monerías. Tenía gracia. Daba pena. Las monjas lo aceptaron por eso o por tener contacto con alguien más pudiente. Como era sábado, estaban horneando galletas.

—¿Querés una? —le preguntaron.

La madre se despidió. Dijo que arreglaba todo y que al otro día estaba de vuelta. Pero las cosas no resultaron así. De ella no se supo nada más. El chiquito se crio ahí. Tenía chispa y una insaciable necesidad de afecto. Las monjas le fueron renovando el traje a medida que fue creciendo y, de tanto vagar en la cocina con ellas, el arlequín aprendió de memoria la receta de las galletas.

Las juntas que hizo no fueron buenas. A cierta edad, se tuvo que ir. No regresó más. No tenía esperanza de que su madre volviera.

 

2

De día, el arlequín regalaba globos y galletas a los niños en la plaza. A cambio recibía sonrisas sin dientes de leche y alguna moneda. Era poco. También sacaba algo con la quiniela. Juntaba lo que le rendían los levantadores y lo llevaba a la covacha del Jeta. Le alcanzaba con lo justo para dormir en una pieza alquilada. Él creía que así nunca iba a conseguir que Rita lo quisiera.

De noche, entregaba a la policía los sobres del Jeta. También soplaba algunos datos, cosas que pasaban en la plaza y en los callejones sucios de la ciudad desierta. Él observaba todo y después contaba. No sacaba mucho, para lo que movía.

 

3

El de rombos era muy macho, pero igual le gustaba disfrazarse y hornear galletas. Aunque en ocasiones mezquinaba el azúcar o usaba agua en lugar de leche, lo que cocinaba era su máximo orgullo. Ofrecía las galletas a los niños y a los viejos, como quien hace un regalo. Por eso le jodía tanto que alguien las rechazara.

A la Flaca le gustaban las galletas. Cuando el arlequín le convidaba una, a ella le daban ganas de bailar como si estuviera en una fiesta. Pero sabía que al Jeta eso lo perturbaba. Entonces, cuando quedaba a solas con el de rombos, se apoyaba una en la boca, sobre los labios, y sacaba la punta de la lengua. Recorría la galleta sin apuro, la mojaba y la movía de lado a lado, lentamente. El arlequín quedaba tieso; los rombos blancos, más blancos, y los negros, más negros. La rechazaba. No quería conflicto con el Jeta.

—No me jodas —le decía a la Flaca y se iba a lo de Rita a ver si esta vez lograba que consintiera.

 

El Pulga

 

1

Al principio, cuando tenía hambre, el Pulga seguía a los perros. Ellos tenían su rutina de supervivencia. Llegaban a los puestos de carne del mercado cuando las chatas destartaladas venían a cargar los huesos y el sebo. Después, frente al kiosco, rompían y revolvían las bolsas de residuos. En la basura siempre queda algún resto. Los del kiosco renegaban y se quejaban con los clientes.

—¿Vio, don Cosme? Anoche de nuevo.

—Uhh… ¡qué mugre! —lamentaba el viejo.

—¡Sí, otra vez los perros y esa pulga que anda con ellos!

Al final, jugando, el chico aprendió a silbar, y los perros, a obedecerle.

 

2

Cuando no sabía qué hacer, el Pulga entretenía sus doce años y seguía a don Cosme a escondidas. Solía ver que se encontraba con el arlequín en la esquina del mercado. No era mucho lo que hablaban y últimamente terminaban mal. El chico no sabía por qué, pero le daba bronca, mucha bronca, cuando veía que discutían y, a veces, después de recibir la rendición y regalarle unas galletas, el de rombos también le surtía una trompada al viejo.

 

Don Cosme

 

1

Le iba bien a don Cosme desde que estaba en la clandestina. Todas las mañanas recorría los puestos del mercado. Tenía buena relación con los clientes, les fiaba.

—¿Jugamos algún numerito, maestro?

—Poneme 50 al 32 —le decía un changarín, que apostaba parte de lo que todavía no había cobrado.

—¿Y vos, cabezón? —le preguntaba al compañero.

—Hoy no, don Cosme; mañana seguro.

Cuando completaba el recorrido, salía del mercado. Se juntaba con el arlequín en una esquina. El viejo le daba las jugadas y la plata; el de rombos, un par de galletas y una sonrisa dibujada. Hablaban poco, desconfiaban. Don Cosme sabía que todo iba a parar al banquero, que el banquero era el Jeta y que el Jeta tenía el arreglo con los canas.

Cuidadoso de su apariencia, el viejo andaba siempre de saco y corbata. Al anudarla frente al espejo, se repetía: «A mí nadie me jode… a mí nadie me jode…», hasta dar con el nudo que le gustaba. Entonces lo ajustaba bien, casi de más, al punto de incomodarle y, como si dijera amén al final del rosario, completaba: «A mí nadie me jode… mientras pague».

 

2

Don Cosme almorzaba con el Pulga cada mediodía. Compartían un sándwich y una coca, sentados en un banco afuera de un quiosco. El viejo tenía quién lo acompañe. El chico se aseguraba su ración de comida.

—¿Una galleta, Pulga? —preguntaba don Cosme a modo de despedida. Eran un poco amargas, pero el chico no resistía y extendía el brazo. Eran su única golosina.

—¿Hay más? —retrucaba con la boca llena.

—Sí, pero la otra es para mi gata.

No hay un tipo más sano que el levantador de quiniela. Cualquiera lo sabe.

 

 

Esa mañana

 

Don Cosme habla con dos canas. No parecen amigos. Ellos levantan la voz y él afloja y ajusta el nudo de su corbata. También se pone una mano en la cintura y con la otra se rasca la cabeza. Como los canas no reciben toda la guita que esperan, lo aprietan. Saben que alguien se queda con una parte. Descartadas otras, quedan dos opciones: el de rombos o el viejo. No hay escapatoria. Don Cosme tiene que cuidar su propio pellejo. Sabe hacerlo. Va a cumplir más de sesenta años. No le gusta mandar al frente a nadie, pero… «El que está haciendo mal las cosas es el payaso», piensa.

Pasadas las doce, el Pulga ve a don Cosme con el de rombos. Discuten. Lo poco que dicen es con rabia.

—Con lo de hoy te entrego veinte —dice el viejo.

—No, no, con lo de hoy es diez —lo corrige el otro.

—Sumá bien, payaso.

—Si yo te digo que hay diez, vos decís que hay diez —refuerza el arlequín y estira la sonrisa pintada.

—Así no es… —se resigna don Cosme y afloja el nudo de la corbata.

El arlequín apoya el dedo índice sobre la sien del viejo.

—Acordate… y no se te ocurra cantar como canario —amenaza, contrae la sonrisa y le ata una trompada.

 

En pleno mediodía, el de rombos se va caminando como si nada. Don Cosme saca un pañuelo del bolsillo y se seca el rostro. Está transpirado y tiene sangre en el labio. No es la primera vez. Ya ha pasado antes. Pero esta el arlequín ha calculado mal, ha llegado a deshora con su osadía y sus amenazas. Los canas le han ganado de mano.

 

Esa noche

 

1

Todo está latente: las calles, desnudas; la noche, cerrada. Las luminarias tiñen de naranja las persianas de chapa y las paredes gastadas. La niebla siembra gotas en las superficies planas. El ulular de una sirena anticipa la frenada. Es abrupta. Del patrullero bajan dos uniformados. Las luces intermitentes y azules irrumpen y hostigan los rostros parcos.

De entre las sombras, al otro extremo del callejón, surge el arlequín. Se acerca con sigilo y gracia. Viste un traje a rombos y un sombrero con cascabeles en las puntas. Los labios finos y una lágrima larga delinean sus rasgos. Cuando el azul tiñe su máscara blanca, él extiende un sobre.

—Diez mil —dice.

—Eran veinte —responde uno, mientras le quita el sobre de un manotazo.

—Hay diez.

Se oye un disparo. Los rombos caen al asfalto. Hay un gesto insolente en el rostro pintado. Las puertas del patrullero se cierran con sendos portazos. Las ruedas rechinan sobre el pavimento. En silencio, la luz azulada se pierde en la distancia. Todo vuelve a verse naranja.

En la noche cerrada, el arlequín queda tirado. De la alcantarilla salen las ratas. Exploran el hallazgo. Apuradas, trepan los rombos y el sombrero tricorne. Chocan los cascabeles. El sonido breve muere en un chillido excitado. Comen las migas de una galleta que quedó apretada y hecha trizas en la mano.

 

 

2

En el callejón desolado, cuando se van las ratas, vienen los perros. Hambrientos, son tres o cuatro. Husmean el arlequín. Está vivo. No lo muerden. Se contienen. Detrás llega el Pulga. Ojos rancios. Doce años, dos de calle. Aparece un auto. La luz de los faros lo encandila. El chico revisa el bulto. Nada que sirva.

—¡Mierda! —dice.

Lamenta haber corrido el riesgo. Las manos vacías le duelen hasta los huesos. Empuja el bulto con rabia. Suenan los cascabeles. El sonido le molesta.

El auto frena. No pasa de largo. Bajan tres tipos. El más joven es Marianito. Lleva pantalón ajustado, una chomba gris que no lava hace rato, el pelo corto y un diente de plata. Lo del diente no está de moda, pero con eso él se da aires.

Bonavena es el más despierto. Anda con una cadena gruesa al cuello que se ve bien porque siempre usa las camisas desabotonadas. Le gustan sus pectorales. Es fornido y ambicioso. Aspira al mando, pero es difícil que llegue. Al repartir, no le dieron todas las cartas; sin embargo, es leal y la lealtad paga.

El último en bajar es el Sapo, el menos agraciado. De panza prominente, ajusta el cinto más abajo, sobre el pubis, y los pantalones se le caen. A cada rato los levanta. No es culpable de tener pocas habilidades, pero compensa con una cara que da asco e intimida. Hay que ver de lo que es capaz la repugnancia.

El Pulga ve que se mueven rápido. Mala espina. Entonces silba, agarra el tricornio y corre. Los perros lo siguen.

—¡Se lleva el sombrero! ¡Que no escape! —grita la mujer que está al volante.

Le dicen la Flaca. Hace rato que es piel y huesos; encima, pálida. Es difícil decir qué, si salud, tranquilidad o alguna alegría de cuando en cuando, pero siempre da la sensación de que le falta algo. Flaca y todo, se las trae. Lo que le sobra es carácter.

—¡Que no escape, idiota! —le dice al Sapo. Él va tras el chico, mientras Bonavena y Marianito cargan al de rombos en el baúl del auto.

 

 

3

En la penumbra naranja, el Sapo reniega con el pantalón que se le cae y persigue el ruido de las pisadas. Tiene pocas chances de alcanzarlas. Los perros corren, gruñen y ladran. El sombrero que lleva el Pulga en la mano cascabelea, pero a mitad de cuadra no se oye nada más. Los perros y el chico desaparecen como por arte de magia.

El Sapo se queda sin aire. Respira con la panza, que entra y sale. No da más. Se detiene. Espera. Hay que ser duro para darse maña en la calle. Un resplandor lo alumbra por la espalda. Desenfunda un arma. Está asustado. Gira. Reconoce el auto donde vienen Bonavena, Marianito y la Flaca.

 

4

—¿El chico? —le pregunta la Flaca al Sapo, a través de la ventanilla, sin sentir lástima.

—A quién le importa el chico —se defiende él.

—Lo perdiste, idiota.

Mientras recupera aire, el Sapo ve una sombra detrás del auto y escucha un silbido. Los perros ladran. Ladran y se le vienen encima. Él se desespera y carga el arma, pero no le dan tiempo a apuntar. Lo atacan. Se cae al piso. Lo muerden. Mastican. Los perros sacian su hambre. Entre quejidos, el Sapo dispara. La bala perfora el guardabarros trasero. Del tanque, caen las primeras gotas de nafta.

En el auto, Bonavena y Marianito levantan los cristales. La Flaca arranca. Las ruedas giran con dificultad.

—¡Dale, Flaca, vamos! —apura Bonavena, en el asiento de adelante.

Sentado atrás, Marianito se lamenta por el Sapo, pero se consuela pensando que él es más joven y más vivo, que solamente a un pobre diablo le toca un final tan trágico. Más pálida que de costumbre, la Flaca acelera, pero el auto no responde. Se bandea. Aunque no hay baches en la calle, parece que los hubiera.

«¿Qué le pasa a la mina esta?», piensa Bonavena.

«¿Pero qué le pasa a este auto?», se pregunta la que maneja.

Avanzan algunos metros y paran. La Flaca baja y revisa los neumáticos. Se agarra la cabeza. Los dos de atrás están en llanta.

—¡Dos ruedas en llanta! ¡Noche de mierda! —insulta la Flaca, parada en medio del callejón. Se cruza de brazos, aprieta un puño y lo lleva a la boca. Mira hacia atrás y ve a los perros alrededor del Sapo. Da golpes cortos sobre los dientes hasta que los nudillos quedan colorados.

—¿Las dos? ¿Te fijaste bien, Flaca? —pregunta Marianito desde el asiento de atrás, desconcertado.

—Callate, Marianito —reprende Bonavena, sentado adelante.

—¿Pero cómo? Estaba todo bien… ¿Qué pasó? —insiste Marianito.

Es necesario que la Flaca mantenga la mente fría y despejada. Bonavena se pasa al asiento de atrás. Quiere tener a Marianito a su alcance para coserle el pico de una trompada, si hace falta.

Ella no contesta. Está preocupada. Sospecha que el chico tiene que ver con el pinchazo de los neumáticos. No imagina que es por culpa del arlequín. No sabe de la prepotencia que liga don Cosme ni de la frustración del Pulga. Ignora lo que puede provocar tanta bronca acumulada.

La Flaca busca al chico entre las sombras, pero no lo ve. Sube al auto. Apaga el motor y las luces. Gota a gota, la nafta se derrama.

—¿Cuántas balas quedan? —pregunta ella.

—Pocas si se arma bardo —responde Bonavena.

Se oye un ruido en el baúl. El arlequín se mueve.

—Bonavena, te quedás conmigo… —manda ella— y vos, Marianito, buscás al Jeta. Se complicó la función. Que venga y vea cómo nos saca de este circo de cuarta.

—Ehh… ¿yo tengo que ir? —se queja Marianito—. ¿Pero cómo? ¿Por dónde me mando?

—Por donde te cante la gana, infeliz —masculla la Flaca.

Bonavena lo cachetea y lo empuja hacia afuera. El más joven se apura, abre la puerta y baja del auto.

 

6

Bajo la penumbra naranja, Bonavena y la Flaca esperan en el auto a que venga el Jeta y los rescate. Los perros están calmados. Queda el Pulga, pero a la Flaca no le importa. Lo tiene junado. Si aparece, lo baja. Nadie lo mandó a meterse. La impertinencia se paga cara en los callejones desolados.

El arlequín patea el baúl. Una y otra vez. Reiteradamente.

—Que no escape. Hay que llevárselo vivo al Jeta —dice la mujer sentada al volante.

—Muevo el respaldar y lo duermo —ofrece Bonavena.

Ella asiente con la cabeza. Está pálida y nerviosa. De los nervios, es puro hueso y mal carácter. La noche viene muy complicada, pero hay algo más, otra cosa, que a ella la saca.

Bonavena corre el respaldo del asiento de atrás, que comunica con el baúl. El de rombos está amordazado y atado de pies y manos. Además, tiene una herida de bala en el abdomen. Sangra. Aun así, pelea. Pelea y salpica. El baúl está bañado en sangre.

—¡No tan fuerte, che! —se impacienta la Flaca.

Durante el forcejeo, Bonavena se mancha la camisa. «¡Ya veo que me contagia algo!», piensa y duerme al arlequín de una patada.

—Nos queda el chico —agrega ella.

—Qué importa el chico, Flaca… —bufa Bonavena.

—Con el sombrero nos manda al frente, idiota.

—Si querés, bajo y lo traigo —propone Bonavena. La mujer está irascible y es terca cuando quiere algo.

—¿Bajás y traés qué? —desafía ella sin mirarlo.

—El sombrero —dice él, dando la respuesta por sentada.

—Quedate acá, imbécil. ¡Ves que no entendés nada!

 

Dos años antes

 

El Pulga tiene diez años cuando entra corriendo en la casucha y oye un ruido inusual.

—¿Mamá? —llama.

—Gozá, perra, gozá —dice una voz ronca detrás del tabique.

—¡Salí de acá! —grita Rita antes de que le ocupen la boca nuevamente.

—Perra hija de puta —insulta la voz masculina.

«Perra. Gozá. Mamá. Puta», piensa el Pulga.

El hombre y la mujer forcejean. Las chapas vibran. El chico siente la imposición, la fricción, el manoseo. Mira hacia el tabique y hacia la puerta.

—¡Andate! —grita la madre.

Hay algo definitivo en ese grito.

—¡Gozá, perra! —dice el hombre—. Gozá o hago trinar al pendejo.

«Gozá. Perra. Andate».

El Pulga tiene diez años. Todo vibra en la casucha. En la calle no hay tabiques. En su mente todo vibra. Vibra y suena. Las chapas crujen, algo choca contra un vidrio, la pata de una silla raya el piso. Y hay algo más, inconcebible: un tintinear de cascabeles como el de la plaza.

Mamá. Perra. Andate. La puerta. El tabique. La puerta y la calle. No vuelve más. Primero es la calle. Después, los perros.

 

 

Esa noche

 

7

—Ya pasó mucho tiempo… —dice Bonavena, mientras juega con su cadena.

—Y el Jeta que no viene —se queja la Flaca.

Bonavena huele el combustible. Huele y piensa que a veces lo mezcla con fana.

—Hay olor a nafta —dice.

—Revisá —devuelve ella.

Cuando la Flaca está nerviosa es cuando menos habla. Bonavena se cuida. Lo que diga de más vuelve como una manopla bien puesta en medio de la cara.

—¿Qué reviso, Flaca?

—Revisá qué pasa, idiota.

Bonavena duda. Afuera están los perros y seguramente el chico, en alguna parte. «Peor es quedarme», piensa y sale del auto.

—¡Apurate! —grita ella.

 

8

En el callejón, la nafta ya no gotea. El tanque está vacío. Bonavena rodea el auto. También mira debajo. La camisa salpicada con sangre se moja con combustible.

—¡Hay nafta por todos lados! Perforó el tanque —reporta y sube con la Flaca.

—El Sapo siempre tuvo mala puntería —reprocha ella.

Llega Marianito en otro auto. Baja el Jeta. Es fácil reconocerlo. Fuma. Una colilla reluce como un lunar luminoso entre sus labios gruesos. Es de ojos saltones y sonrisa generosa. Podría haber sido vendedor de seguros o de electrodomésticos, pero con un sueldo así no le hubiera alcanzado. Tiene debilidad por la joda, la guita y las mujeres. Camina hasta el auto donde están ellos.

—¡Era hora! —reclama la Flaca.

—¿Y el bulto, Flaquita? —pregunta el Jeta.

—En el baúl —contesta ella.

—Subí allá, con Marianito —ordena él.

En el baúl, el de rombos vuelve en sí. Le cuesta ubicarse. Está débil. Intenta desatarse. Trata de abrir la cajuela. Patea.

—Vení, Bonavena. Lo pasamos allá y rajamos —manda el Jeta.

Bonavena obedece. El Jeta carga el chumbo. Se envalentona. Lo ostenta. Él es el jefe. Hay asuntos que no delega. Ya le disparó al arlequín esa noche. Cuando decida matarlo, será él y no otro quien presione el gatillo. La próxima vez que dispare será por placer, no por molestia.

La Flaca sube al auto donde está Marianito. Por la ventanilla ve al Jeta y a Bonavena rumbo al baúl; también, a los perros que dan vueltas. Ella sospecha que algo va a pasar. Sigue pálida y nerviosa y está atenta, muy atenta.

 

9

En la esquina del callejón, dobla un patrullero. Las luces azules cortan a cuchilladas la penumbra naranja.

—¡Metele, Bonavena! —apura el Jeta—. Con los de este turno no tengo arreglo.

Abren el baúl. El de rombos tiene el ojo muy hinchado por la patada que le dieron. Aun así, se espanta al ver al Jeta.

«Sabe todo», piensa. Sí, el Jeta sabe que él se queda con parte de la entrega. «Canas botones», completa el pensamiento. Los uniformados no se andan con chiquitas ni dan vuelto. Hacen la vista gorda hasta averiguar quién los está jodiendo. Cuando averiguan, lo sacan o lo hacen sacar del juego. «Seguro que cantó el viejo», se lamenta.

La luz intermitente del patrullero se acerca. Todos se ponen nerviosos. Los perros merodean. Los segundos cuentan. Bonavena desata al arlequín para que camine. No quiere cargarlo. Ya tiene la camisa hecha un desastre. Además, «¿a dónde va a ir si está hecho mierda?», piensa y lo saca del baúl.

El Jeta le da una seca al cigarrillo. Después, le apoya el chumbo en la sien al de rombos, que con una mano se cubre la herida que sangra y con la otra forcejea para soltarse. El Jeta no dispara. Quiere hacerlo sufrir a su manera. En el tira y afloje, se cae la colilla encendida en la nafta derramada sobre el pavimento. El combustible arde. Los perros ladran. Al ver las llamas, Bonavena se distrae. Tiene miedo de que su camisa se queme. El arlequín está débil y un poco mareado, pero aprovecha y se suelta.

—¡Rajemos! —grita el Jeta.

Bonavena y el Jeta suben al auto con Marianito y la Flaca. El fuego crece. Se oye un silbido. Los perros corren. Sin saber a dónde ir, el de rombos escapa tras ellos.

—¡Rajemos, Marianito! —repite el Jeta.

—¡Pará! —grita la Flaca. Marianito titubea. Sabe que el Jeta es el jefe, pero esa noche no se anima a desobedecerle a ella.

—¡Pará, te dije!

Marianito frena. La Flaca se baja del auto y corre tras el arlequín.

—¡Picá, imbécil! —ordena el Jeta.

—¿Y la Flaca? —duda Marianito.

—¡Picá!

Mientras el auto se aleja, el Jeta se da vuelta y la observa hasta perderla de vista. Admira el arrojo que tiene la mujer. No huye con ellos. Tiene clara la orden de traer con vida al payaso, como sea. Se podría haber quedado en el auto; sin embargo, volvió al callejón, a la penumbra naranja, y fue tras el arlequín y los perros. El Jeta no imagina que la Flaca pueda tener otros intereses.

El patrullero se detiene a una distancia prudente. Bajan los uniformados. Rodean el cuerpo del Sapo, tirado en el asfalto. Aunque curtidos, los canas sienten la repugnancia en el estómago y miran para otro lado. Les molesta el auto abandonado, con las ruedas en llanta y el baúl lleno de sangre, que se ha prendido fuego. Tendrán que abrir un expediente. Observan a desgano el otro auto que escapa con Marianito, Bonavena y el Jeta. También alcanzan a ver a los que corren y se pierden.

«Que se maten entre ellos» es la regla.

 

10

En otro callejón de la ciudad desierta, después de la corrida, el de rombos se mete donde entran los perros. Es un taller abandonado, se nota por las mesas de trabajo, el óxido de la chatarra, el aceite empastado con tierra, duro y seco. La escasa luz naranja de las luminarias penetra por las ventanas desvidriadas.

La Flaca queda afuera. Espía por una de esas ventanas que está al lado de la puerta.

El de rombos se recuesta entre las sombras. Confía en la reacción de los perros ante una amenaza. Él no tiene resto para estar alerta. Ha perdido mucha sangre. Respira rápido. Tiene la piel fría y pegajosa. Está pálido y confuso. Tiene que zafar del Jeta y de los canas. Es difícil decir si se da cuenta.

El Pulga también está ahí. Lo mira desde un terraplén, escondido detrás de unas piezas de hierro. Se ve raro el arlequín sin el tricorne, incompleto. Los pelos ralos y canosos muestran al hombre detrás del traje, un hombre triste y seco.

El Pulga no le puede dar ventaja. No le conviene que duerma.

—¿Por qué te tiraron? —pregunta sin mostrarse.

El de rombos se queda helado. La voz viene de adentro. No ve quién le habla. «Parece un pendejo», piensa. A través de la ventana, la Flaca también lo escucha y se sorprende. «Con que también estás acá, mocoso de mierda», murmura entre dientes.

—¿Por qué te dieron? —pregunta de nuevo el Pulga. Los perros se mueven. Al de rombos le molesta. Uno pasa demasiado cerca.

—¡Salí, perro mugriento!

—Es hembra —aclara el Pulga.

—Perra mugrienta… —corrige con voz ronca el arlequín—. Así que perra… como la hija de mil que no acepta la guita ni los regalos, menos probar mis galletas…

Suena familiar, a tabique, a puerta abierta. Duele. El chico se queda en silencio. El de rombos solo espera que amanezca. El Pulga mueve el tricorne. Cascabelea igual que en la casucha. «Detrás del tabique», recuerda. La delicadeza de los cascabeles se pierde cuando él los sacude y el movimiento se torna violento. El arlequín delira. Habla solo, como si la madre del Pulga estuviera ahí, como si la viera.

—… sí, Rita, sí… yo te quiero y vos no te das cuenta…

—¡Mamá!… —interrumpe el Pulga con un grito. La voz suena perversa. El chico empuja una pieza de hierro del terraplén. Abajo, al de rombos se le parte la cabeza.

—¡No! —exhala la Flaca y se lastima el puño cuando hunde los nudillos en el marco de madera.

 

 

11

 

Como cada noche, esta noche Rita está despierta. Por eso después, en el trabajo, duerme. Siempre piensa en su hijo, en el tabique y la puerta abierta. «Andate», recuerda.

Todavía sufre la deshonra en carne propia. Agradece evitarle al Pulga tanto maltrato. Ignora lo que acaba de pasarle al arlequín hace un instante y lo que será de su hijo en los minutos siguientes. Ignora también que todo es relativo, que acabado este, vendrá otro infierno. La ignorancia la condena.

Evitará la plaza para esquivar al payaso que, a partir de esta noche, estará ausente. Buscará al Pulga en los callejones y solo dará con las paredes gastadas, las persianas de chapa y la mirada esquiva de alguno que sabe, pero no cuenta. «Cuando vuelva del trabajo», se promete.

La sangre tira. La noche cede. El dolor de Rita es lo único que la sostiene.

 

12

En el taller abandonado, el Pulga baja del terraplén con el tricorne puesto. Silba y los perros se adelantan. Salen. Él los sigue. En la calle, la Flaca lo toma con un brazo por el cuello. Con la mano contraria, le tapa la boca. El Pulga no puede silbar. No pueden ayudarlo los perros. La impotencia brilla en los ojos secos.

—Vi todo, pendejo. ¿Quién te creés que sos para robarle un muerto al Jeta? —le dice al oído. El chico intenta soltarse. Los cascabeles tintinean—. ¡Quedate quieto! ¿Así que con tu vieja era el metejón? —escupe la Flaca.

El Pulga se estremece. La amargura le moja las orejas. Le da asco. Piensa en su madre. Lo acaricia la tristeza. «Andate», recuerda.

—Vos le robaste al Jeta… y tu vieja me robó a mí —reclama la Flaca—. Yo lo quería al payaso… me trataba bien… Quería rajarme con él a cualquier parte, lejos, pero el idiota no me veía… ¡Era todo para ella!

La noche se acaba. La Flaca y el chico no están lejos de la covacha del Jeta. Caminan rápido. Están tensos. Sumisos, también van los perros. El Pulga espera una oportunidad para escapar. No la encuentra. La libertad y la vida son moneda de cambio en los callejones siniestros.

—Me la voy a cobrar con vos, imbécil. No te pienso matar. No voy a volver con las manos vacías al Jeta —lo intimida ella; también lo empuja con el cuerpo y le ajusta más el cuello—. Todo el día en la plaza… vas a ser un buen payaso, vos. ¡Vas a ver! Si hasta tenés el sombrero puesto.

La amenaza suena amarga. La Flaca sabe que la amargura no es consuelo. No le importa. Se cruzan con varios patrulleros que van en dirección opuesta. También oyen otras sirenas. Parecen de ambulancia o de camión de bomberos.

La noche cede. El naranja de las luminarias se confunde con el del cielo. Otro día comienza. Cada rata vuelve a su alcantarilla. Todo sigue latente en la ciudad desierta.

 

 

A la mañana siguiente

 

Se extrañará don Cosme al ver a Bonavena en la esquina del mercado. Vestido con una camisa impecable y luciendo la cadena en el pecho, será él quien colecte las apuestas. «Mejor», pensará el viejo, «así no tengo que aguantar a ese payaso berreta».

Pero al mediodía, cuando coma solo el sándwich y la botella de coca quede a medias, le pesará la ausencia. «Mejor», mentirá don Cosme, «al final, uno se encariña y el mocoso desaparece».

 

 

8 Respuestas

  1. Guillermo Inchauspe dice:

    Felicitaciones Paula. El lenguaje, el clima y las imágenes. Supongo que este es el anticipo de la novela.

  2. Ángela Peláez dice:

    ¿Cuento largo o novela breve? No importa demasiado. El resultado es una percepción oscura e impactante de una realidad miserable. El ritmo es rápido, cinematográfico y la relación entre los personajes condenados por la mezquindad y la violencia está trabajada con inteligencia y economía de recursos.¡Bravo Paula! Me gustó muchísimo.

    • Paula Abrile dice:

      Angie… qué poder de síntesis, gracias! Ojalá en alguna parte nos enseñaran a lidiar con el dolor. Tal vez así no derivaría en tanta mezquindad ni tanta violencia. Un abrazo.

  3. Paula Abrile dice:

    Tal vez si estas personas se apoyaran desinteresada y recíprocamente unas en otras, serían capaces de elevar la mirada y ver un horizonte que las rescate. Gracias Ada, por tu comentario!

  4. Ada Salmasi dice:

    Parece una pequeña novela, te deja pensando en estas personas, que bien podrían ser reales,y que no tienen un horizonte

    para ser rescatados de la miseria humana.

  5. Paula Abrile dice:

    Gracias Zulma! Ojalá fuera otra la realidad que nos rodea, no serían tan tristes ni míseras las historias que contaríamos.

  6. Ciudad desierta: muy buen cuento. Una triste historia de pobreza, calle, amor y sobrevivir cómo se pueda. Todos los componentes de la vida, en este caso mísera.Muy bien enlazados los distintos personajes hasta el final.Felicitaciones Paula

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