Sentados, solos

Dante era un científico viejo y alegre. Le gustaba cuidar su físico y su física, la experimental.
Zyntia Argüello, era una mujer de 37 años, linda. Con un cuerpo modelado por el gimnasio y alguno que otro anabólico que le engrosaron un poquito el tono de voz, a la vez que le marcaron los músculos y le dañaron el hígado.
Ambos, estaban sentados en un banco de plaza, en la costanera del Río Suquía, en Alberdi. Pero este dato es irrelevante: podrían haber estado en el Londres, en las Cataratas del Niágara o en Futaleufú, siempre y cuando hubiese cerca un curso de agua.
Lo importante es que no se conocían. El científico había sido el primero en sentarse. Era la siesta suculenta del primer día del año: de vaya a saber qué año, tampoco es relevante.
Cuando la señorita vino a sentarse buscando un poco de aire luego de su rutina de ejercicios, el viejo científico comenzó a contraer y relajar rítmicamente las nalgas para tratar de arrimarse al lado opuesto del banco, tratando de caminar con la cola hacia donde estaba ella.
A mitad de camino, el buen señor sintió cierta humedad en los pantalones. «Me habré hecho encima», pensó y se quedó estupefacto. Aunque su cuidada anatomía le restaba más de una década, el paso del tiempo acusaba desgastes.
La mujer, que se había percatado de los movimientos sigilosos del don, amagó un revés de zurda. Pero un chistido los desorientó a los dos.
—¡Eh, paren un poco!, ¡¿qué les pasa?!.
Era la lengua, que también estaba sentada, la misma que había mojado el pantalón de Dante. Una lengua humana, común y corriente, rosada, tibia, húmeda, que había perdido a su dueño pero ni ahí las ganas de hablar.
—Paren un poco —repitió algo más bajo. No hacía falta gritar más porque ya había captado la atención de los restantes compañeros de banco. —Es primero de año, ¿qué necesidad hay de pelearse?
Inmediatamente después pidió que la rubia le diera un poco de agua.
—Me seco más rápido porque me faltan los cachetes —acotó—. Por eso es que vivo en la costanera.
Por la misma razón que argumentaba su sequedad, salpicó banco y compañeros. Pero pidió disculpas, era una lengua educada.
—¿Qué hacen? —les preguntó.
—Yo vine a intercambiar las moléculas de mi sangre carbonada por… —intentó explicar el científico.
—No —interrumpió la lengua—, yo me refiero a qué hacen aquí, sentados en este lindo banco bajo la sombra y sin dirigirse la palabra.
—No nos conocemos, ¿por qué deberíamos hablarnos? —dijo Zyntia.
—Dame agua, por favor —volvió a pedir la lengua, y después de tomar, continuó—: ¿Cómo que por qué? No hay nada más entretenido. Además, cómo voy a saber qué le pasa, cómo se siente este pobre viejo, cómo podría ayudarlo si no hablo con él.
El simulacro de Einstein miró a la lengua con un poco de bronca, pero enseguida se le pasó. Porque era una lengua simpática.
—Las palabras que no se dicen, envenenan el cuerpo y el alma —sentenció la lengua.
—Y cuando se dicen demasiadas palabras, el cuerpo se cansa y sale huyendo —acotó Dante.
Los tres festejaron el chiste y la lengua continuó:
—Y vos hermosa, ¿a qué te dedicas? —le preguntó a Zyntia.
—Yo soy boxeadora. Estoy entrenando para…
—¡Qué bueno!, con razón ese lomaso que tenés, linda. ¿Me das agua, por favor?
La lengua tenía un ligero problema de locuacidad y de sed.
Zyntia perdió la paciencia por un nanosegundo, pero la recuperó enseguida… L a lengua era querible. Además, nunca había cuidado a nadie, y hacerlo, le estaba gustando.
—Yo soy científico. Ya estoy jubilado, pero igual sigo yendo…—Dante quería meter un bocadillo, pero fue imposible, la lengua no paraba de hablar.
—Yo vengo por aquí todos los días, pero, a ustedes es la primera vez que los veo —continuó diciendo.
—Es que yo suelo…—esta vez quiso hablar Zyntia.
—También suelo venir los primeros de año. Me gust…
Y la lengua enmudeció.
Zyntia había dejado caer una toallita de mano sobre la verborrágica compañera de banco. Tenía ganas de hablar, algo que no era muy frecuente en ella. El viejo también quería decir algo. Ambos sentían la necesidad urgente de salir de ese autismo en el que se habían metido para hacer de cuenta que la soledad de la noche pasada les era indiferente.
Pero no pudieron.
El llanto desgarrador de la lengua ofendida, no se los permitió.
—No te pongas mal, fue un chiste —le dijo Zyntia tratando de consolarla.
—Dame agua —dijo la lengua y siguió después de tomar—: Ya lo sé, ustedes me van a abandonar, nadie quiere a una lengua como amiga —Y se tiró desde el banco, cayendo de revés sobre el césped. Era una lengua artista.
—Pero nosotros te queremos —le dijo Dante y la alzó con un pañuelo de papel, por las dudas fuera una lengua contagiosa. Además, le daba un poco de asquito.
—¿Pero no te das cuenta de que el papel se le pega? —dijo Zyntia y la limpió con un chorro de agua. –A ella no le daba asco porque estaba acostumbrada a los efluvios de sus rivales.
—Dame más agua, por favor —pidió la lengua, que seguía sollozando—.Quiso matarme, ¿te das cuenta?.
—Está bien, te pido disculpas —dijo Dante y mientras se persignaba con alcohol en gel, las invitó a tomar un helado.
Y se fueron felices los tres.
—Yo quiero de frutilla y pistacho. No, no mejor de pistacho y granizado. Aunque el chocolate a veces me cae mal. ¿A ustedes no les importa que desparrame un poco para los costados?, porque…—fue hablando la lengua por el camino.
Era una lengua feliz.

1 respuesta

  1. Ana Vivinetto dice:

    Vuelvo a decirlo, ¡¡¡me encantó!!!

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