La tangente

Mira de reojo y pestañea rápidamente. Sus mejillas se ponen rosadas, casi tanto como sus orejas. En un gesto rápido acomoda detrás de ellas un par de mechones huidizos. Sus dedos largos y finos parecen tener vida independiente y hacen escala sobre una medalla que lleva al cuello. La gira sobre una cara, sobre la otra, y otra vez más. Una vena vecina a la cadenita palpita veloz y a un ritmo desordenado. Después sus manos descansan deliberadamente sobre sus muslos. Sentada controla la línea de su columna y la frecuencia de su respiración. Lo puede hacer debido a la práctica habitual en sus clases de yoga.
Su víctima, sentado a su lado, tranquilo y quieto, ignora por completo el aquelarre de pensamientos que recorren las concurridas rutas de su mente. Ella vuelve a dirigir sus ojos hacia los límites de su derecha. Un recurso teatral que se llama “mirada amplia”, del que hace uso y beneficio con asiduidad, le ha permitido identificarlo.
En el asiento vecino, contra la ventanilla empañada del colectivo, puede admirar un par de piernas enfundadas en un jean gastado. Pocos centímetros por encima de la rodilla izquierda, un cuidado orificio en la tela permite ver la piel apenas alterada por unos ralos vellos.
El tiempo transcurre en una dimensión distinta, la distancia va desapareciendo de quién sabe dónde a nadie imagina qué destino. Se pregunta cuántos minutos quedarán hasta que su eventual compañía de viaje le pida permiso y se aleje, dejándolos a ella y ese anhelo, efímero pero potente, solos y desconsolados.
Entonces, eleva apenas una de sus manos y con tres dedos delicados, acaricia la piel que asoma por la rotura del pantalón del muchacho. Es un gesto profundo aunque breve. En pocos segundos su mano derecha vuelve a descansar sobre su propio muslo. Ahora su pulso corre rápidamente por motivos muy diferentes a los que lo agitaban hasta ese momento. Siempre es igual cuando cae una y otra vez en la tentación de acariciar las pequeñas porciones de piel que se exponen como al descuido en un lugar tan concurrido, tan público.
El muchacho levanta la vista de repente y sobresaltado suelta el libro que lleva entre las manos, que cae al piso sucio del colectivo. Se inclina para levantarlo y, al incorporarse, se vuelve para mirar a su vecina de asiento. Hasta hace un rato, unas cinco o seis paradas atrás, era solamente una chica común más, de cabellos ondulados y lentes de marco grueso que eligió el asiento vacío a su lado. Solamente le prestó unos pocos segundos de su atención, volviendo disciplinado a los párrafos de su lectura. Ahora sabe que lo ha tocado. Lo sabe, pero también duda. No parece probable. Realmente, ¿esa chica? La observa.
Ella mira al frente. Él no puede distinguir si el brillo es de su mirada o el reflejo de la luz sobre los cristales de sus lentes. Parece que jamás hubiera sido otra cosa que esa imagen tan femenina y compuesta.
Él debe levantarse, está llegando a su parada. Frunce levemente el ceño, mirando un poco más allá. Le pide permiso. Ella le contesta amable y formal, y se pone de pie para permitirle pasar. Antes de alejarse, el muchacho descubre una sonrisa diminuta y unilateral temblando en la comisura de los labios apenas húmedos de la chica.

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5 Respuestas

  1. Me parece buenísimo. Le encuentro una técnica cinematográfica. Despliega todo un lenguaje corporal que da cuenta de la psicología del personaje. Admirable!

  2. Carlos A. Micca dice:

    ¡¡¡Guau!!!

  3. Marina Debiasi avatar marinae dice:

    Muy bueno! De una situacion tan pequeña, tremendo cuento!

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