Muerte en el bar “El pálpito”

Estaba sentado tras el vidrio mugriento de un bar de mala muerte, de esos en los que los ceniceros de latón sobreviven con impensada tozudez. La mirada vidriosa traspasaba una taza de gruesa loza blanca donde el café se había reducido a unos tristes rastros de espuma y borra.
Era un jugador empedernido. Sobre un platito metálico había ordenado en abanico cinco galletitas de agua, y cada tanto cambiaba una u otra de lugar como si estuviera indeciso entre tentar un full o conservar modestamente un par doble.
No era la única duda que agitaba su vida. También lo inquietaba elegir si continuar sobrellevando su resaca matutina o experimentar con alguno de los muchos remedios caseros contra ese mal que tan bien conocía. Pensaba que si conseguía un poco de claridad mental lograría ordenar como una prolija escalera real las imágenes que le atropellaban su escasa cordura.
Al levantar la vista, se encontró con la mirada del mozo. Apoyado en la barra, balanceando displicentemente su bandeja redonda, lo observaba con una tensión cargada de significados. Los últimos efluvios de alcohol sobrevivientes en su organismo le impedían desentrañar cuáles.
En ese momento, empujando la puerta vaivén, la turca de la esquina entró y avanzó esquivando sillas y mesas. Era la mujer del canillita: corpulenta, rubia por elección y de tacos y uñas de una longitud contraria a toda regla de la comodidad. Su voz aguda y punzante, atravesó todo el salón.
-Preparate- siseó entre dientes. No sabés con quién te metiste.
El timbero no supo distinguir a quién se dirigía. Entre sus escasas virtudes y suficientes defectos físicos, la pobre mina adolecía de un sutil estrabismo.
Pero entonces la vio, aquella debía ser la destinataria de la advertencia. Una figura vaporosa que surgió desde el baño de damas. “Cómo me dura este peludo. ¿Qué mierda hace Campanita en “El Pálpito?”, pensó.
De repente, el hada sacó un revólver de una carterita ridícula, toda bordada de lentejuelas verdes. Algunos parroquianos atinaron a tirarse al piso. Los disparos sonaron uno tras otro. Por supuesto que los contó, fueron cuatro y enseguida pensó que iba a tener que jugarle.
Sintió una tibieza en el abdomen. No era un trago de wisky, ni una taza de café accidentalmente derramada.
Cayó al piso. Tal vez fue el frío despiadado de las baldosas el que le hizo recordar la madrugada, organizándole las ideas fugitivas hasta ese instante.
Bajo las vagas luces del alumbrado público recordó haber visto al diariero vestido de Súperman, a su mujer ataviada como odalisca, y a Campanita revoloteando en retirada. Se acordó también de haber pensado desilusionado que había olvidado el baile en el Salón del Social y Deportivo. Y que seguramente se había perdido un buen par de historias. Supuso la existencia de un triángulo pasional entre los disfrazados. Y confirmó que sus borracheras estaban cayendo muy bajo en alucinaciones comparadas con algunas realidades.
Mientras el calor de la sangre se extendía por su torso, supo que por fin le había acertado a una fija esquiva y difícil. Entre patas desparejas y desvencijadas vio el pelo teñido de la rubia desparramado sin estilo sobre el piso.
“Puta madre, no era a mí, la ligué de rebote”, pensó.
Con la vista cansada constató en un almanaque que colgaba torcido en la pared: marzo y abril del setenta y dos. ¿Realmente era ésa la fecha? Sobre el par de meses amarillentos se desplegaba un sol moribundo bañando una playa rojiza, en una foto desenfocada.
Sintió que se moría, se moría de amor, por el amor de otros. Se moría por los odios, los celos, los rencores, las traiciones y los disparos de otros.
Miró de nuevo el calendario. Entonces pensó que los atardeceres no eran tan románticos, que el almanaque era el del día de su muerte, que esa mañana había ido al bar “El Pálpito” de punto y salió banca nomás.

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